Calles de barro, sobrepoblación de perros; a veces, gallinas o cerdos. Unas pocas manzanas con casas sencillas de ladrillo y chapa. Plaza y niños, muchos. Familias numerosas, generosas y luchadoras. La capilla, pequeña pero prolija, con sus santitos y su salón multiuso.
Entro en la casa. Es el último día de la misión. Voy con un sacerdote y con algunos jóvenes. Llevamos días acercándonos a los que están lejos, o solos; intentamos ayudar a los que están siempre –o a veces– cansados y desanimados.

No imagino que esta noche va a ser tan especial. Es por Fedora. Esa misma mañana hemos pasado por casa de su hermana, y allí estaba ella, pasando unos días, ofreciéndose una a otra esa compañía tan necesaria, cuando las distancias separan lo que la sangre une. Esta mañana, después de unos mates, bendijimos la despensa familiar y después, la casa del cuñado y al fin la de la nieta, todos buscando una cercanía de Dios y contagiando esa oportunidad, tal vez muy esperada, a cuanto pariente encontraran.

Pero es ahora, en la noche, en la despedida de los misioneros, en el medio de la fiesta, con fondo de folclore y gusto a empanadas fritas –siempre caseras– cuando me va a sorprender una mirada. Cuando las lágrimas que empapan los ojos de Fedora también me van a bañar a mí. Entre charla y charla de familia, campo, trabajo, agua y años… se abre una página muy guardada. Una historia de cargas pesadas. Haciendo las veces de madre de un hermano alcohólico, la pérdida anticipada de un marido bueno, compañero y trabajador, que se llevó con él la mitad de la vida de su esposa y dejó un vacío duro en el hogar de siete hijos –una especialmente frágil y necesitada de atención permanente por su discapacidad–. En el medio de la fiesta, la voz de Fedora se entrecortó, y como asoman las tormentas, asomó el agua, tímida y avergonzadamente, en una mirada cubierta de lágrimas.

También eso se vuelve fiesta para mí. Fiesta diferente, pero fiesta sin duda. Fiesta de un dolor que se drena en el encuentro amable de desconocidos que se reconocen hermanos. Fiesta de un dolor compartido, carga aliviada de ambos lados -porque abrazar el sufrimiento del otro sana también las propias heridas. Y creo que ahí comienza la verdadera fiesta en la vida.

Para algunos, este tiempo de misión serán días malgastados, pérdida de tiempo. Locura, para otros, acercarse al dolor, cuando tantos van buscando cómo evitarlo o esconderlo. Pero para mí, para Fedora, y sé que para muchos otros, salir al encuentro del que sufre, por su pobreza, por su historia, por su enfermedad o por lo que sea, es fiesta. Así lo fue para Jesús: fiesta de un compromiso que en días –o vidas– ‘malgastados’, va resucitando al mundo desde dentro.

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