A veces creemos que la propaganda electoral es algo moderno. Desde muy antiguo los políticos han utilizado todo tipo de trucos para encandilar a la gente. Los romanos inventaron aquello de ‘pan y circo’ para tener contentos –y distraídos– a los habitantes de Roma. A lo largo de la Historia la propaganda, la mentira y el engaño han sido la herramienta básica de personas que, con escasa catadura moral, pretenden alcanzar o conservar el poder a toda costa.

Uno de los engaños más famosos sucedió en la corte imperial de Catalina la Grande. A finales del siglo XVIII el Imperio Ruso estaba en plena expansión. La emperatriz Catalina quería hacer de Rusia una potencia de primer orden. Además de promover la cultura y las artes, Catalina embarcó a su país en una ambiciosa política exterior. Durante su reinado, el Imperio ganó cerca de medio millón de kilómetros cuadrados a expensas, sobre todo, de polacos y ucranianos. Catalina quería que Rusia dejase atrás la fama de país subdesarrollado, sucio e inculto para pasar a ser una nación fuerte y moderna. Como si de Gran Bretaña se tratase.

Uno de los militares más famosos del imperio ruso era Gregorio Potemkin. Este noble había dirigido con éxito la guerra contra el imperio otomano. Logró derrotar a los turcos, imponer su poder sobre los tártaros y conquistar Crimea junto a buena parte del sur de Ucrania. Por si fuera poco, Potemkin era uno de los amantes más queridos de la emperatriz Catalina. Famoso, con éxito y con la puerta abierta en el Palacio de Invierno, Potemkin estaba, como decimos hoy día, en la cresta de la ola.

La emperatriz llamo «Nueva Rusia» a los territorios conquistados y nombró gobernador a su querido Potemkin. Tiempo después, y casi a las puertas de una nueva guerra con Turquía, Catalina quiso conocer sus nuevas posesiones y le pidió al gobernador que organizase una visita. La emperatriz iría acompañada de buena parte de la corte junto con varios embajadores extranjeros. Potemkin quería ofrecer a Catalina y al mundo la mejor imagen de Rusia –y de sí mismo–.
Aprovechando que Catalina y su séquito se desplazaban en barcazas por el río Dnieper, Potemkin ideó un sistema de aldeas falsas a lo largo del río. Aprovechando la noche un pelotón de soldados montaría una ‘aldea’, es decir, un conjunto de fachadas de madera y cartón simulando un bello y bucólico pueblo ruso. A la mañana, al paso de la comitiva real, los soldados, disfrazados de campesinos, saludarían alegres desde la orilla. Una vez que la emperatriz hubiese pasado, los supuestos habitantes desmontarían la aldea para volver a montarla, río abajo, aprovechando la oscuridad.

La situación nos puede parecer cómica: los soldados disfrazados, los nobles desde la barca saludando, las prisas al desmontar el falso campanario, etc. No sabemos si Potemkin logró engañar a la comitiva. Quizás, lo más trágico es que, aun siendo mentira, todo el mundo hubiese fingido creérsela. En política y en la vida podemos ser engañados. Es más, nos pueden manipular sin darnos apenas cuenta. Lo más lamentable es que, aun sabiéndonos en una mentira, no hagamos nada por remediarlo.

Vivimos una época donde es más fácil mirar para otro lado. Donde resulta más cómodo echarle la culpa a otro: «hice lo que me ordenaron» o «lo hacía todo el mundo». El exceso de información requiere lucidez para separar la verdad de la mentira. Para distinguir la manipulación dentro de una noticia. Para comprobar que la realidad es compleja y está llena de matices. En nuestra mano está dejarnos engañar o saltar a la orilla, mancharnos de barro y comprobar que lo que nos quieren mostrar es simplemente falso.

 

Te puede interesar

PastoralSJ
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.