Estamos en un mundo en el que se adulteran las palabras, se estrujan, se violentan, se hace piruetas con ellas y al final terminan aguantándolo todo. Lo digo al pensar en la polémica que se acaba de generar por la intervención de la ministra Isabel Celaá en el congreso de Escuelas Católicas negando que el derecho de los padres a la libre elección de educación religiosa emane de la Constitución (del artículo 27), alegando una sentencia de 1981. Seguramente ahora mismo hay gente buscando otras sentencias y otras interpretaciones para rebatir esa afirmación. Y así, se lleva la discusión a un artículo de la Constitución, cuando el verdadero escándalo es la negación de la libertad de los padres para contemplar como una opción la educación religiosa. Porque, no nos engañemos, de esto se trata. Si al final se afirma que el que quiera educación religiosa que la pague, entonces dicha libertad solo está al alcance de los ricos.

Yo no soy especialista en derecho (mucho menos en derecho constitucional). Pero creo que entramparse en ese laberinto es alejar el foco de la verdadera cuestión. En el imaginario colectivo de nuestro país –tan propenso a adhesiones y garrotazos– la religión es o dogma o atavismo… Lejos de considerar que el hecho religioso es constitutivo de la personalidad humana, y por eso, de un modo u otro, está presente en todas las culturas y sigue alentando búsquedas y preguntas, muchos lo consideran un resquicio del pasado.

Pero la religión es mucho más que el estado de las creencias en un determinado momento. La dimensión religiosa del ser humano, su apertura a la trascendencia, su pregunta por la vida y la muerte, la búsqueda de sentido, los límites del conocimiento, la cuestión del tiempo, la eternidad, el origen (o la creación)… y la existencia de distintas respuestas (también religiosas) para estas cuestiones, todo eso no es sin más un cuento primitivo ya sobrepasado por la ciencia. Aunque mucha gente lo ve así.

Que el estado sea aconfesional no quiere decir que tenga que ser militante del ateísmo o del agnosticismo. La libertad de buscar respuestas y de que una de esas respuestas sea religiosa es un valor en una sociedad plural. Si el Estado impusiera la educación religiosa sería tan pernicioso como excluirla como posibilidad –o restringirla solo al ámbito privado–. Otra cosa es que el Estado pueda garantizar que nadie se vea obligado a formarse en una religión que no comparte (por ejemplo), y que pueda articular el estudio de la religión en el marco amplio del hecho religioso.

Todo esto, la verdad, me suena a tambores de guerra contra la concertada.

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