Hace ya unos cuantos meses la ministra de Educación sorprendía a todos con una intervención en la que defendía que los hijos no son de los padres, dando a entrever que el Estado asumiría un mayor protagonismo en la próxima ley educativa en detrimento de las familias. Una propuesta que ha ido desarrollándose con prisas y que en estos días ya se vuelve una realidad, creando bastante malestar en diversos sectores de la sociedad. Pero: ¿por qué esta ley levanta tantas ampollas?
La primera es por la forma y por el momento. Los grandes asuntos –y la educación lo es– requieren consenso general y no negociaciones en los bajos fondos del Congreso. Por otra parte, tampoco ha habido diálogo con especialistas ni con las partes implicadas. Asimismo, un contexto estado de alarma y de crisis económica, política y sanitaria no parece el momento idóneo.
Por otro lado, se vuelve a usar el castellano como moneda de cambio y no como una riqueza cultural. En un país con tanta diversidad –algo muy positivo– necesitamos reforzar vínculos, y el castellano es uno de ellos, pues nos permite entendernos. Toda desvalorización y falta de fomento implicará dentro de unos años una mayor fractura social en algunos lugares de nuestro país, y esto lo saben algunos. Acuerdo hoy, problema mañana. Pero sobre todo, se volverá en contra de los que no lo hablan bien, pues es la segunda lengua con más hablantes nativos en el mundo. No me puedo imaginar una propuesta de este tipo en otros países democráticamente avanzados como Francia o Alemania.
Parece ser que el argumento de fondo es la defensa de la enseñanza pública. Pero no les entra en la cabeza que lo público y lo concertado no son modelos contrarios, sino complementarios. Si le va bien a uno, al otro también, y viceversa. No se quiere ver que cierta autonomía de los centros ayuda a crear modelos nuevos y más eficaces. Es como obligar a todas las empresas a tener la misma estructura o a los equipos de fútbol a utilizar la misma estrategia en todos los partidos. La sociedad es compleja y plural, por tanto requiere respuestas distintas y coordinadas.
Quizás el tema más delicado es el de la libertad para escoger el centro educativo, algo defendido en el artículo 27 de la Constitución. Acabar con la concertada implica atacar a la clase media, pues siempre habrá gente que se lo puede permitir y optará por colegios privados –y probablemente elitistas y más segregados– y tendremos sí o sí, una educación de ricos y una educación de pobres. La igualdad debe ir unida a la libertad, y por tanto a reconocer que hay distintas formas de ver el mundo. Evidentemente la gente con menos recursos debe contar con más apoyo social y económico, sin embargo las personas que más pagan también tienen derecho a que sus impuestos reviertan en parte en la educación de sus hijos, de lo contrario aumentará el desapego, el malestar y la fractura social. Debe ser algo progresivo, no absoluto, no puede reducirse a elegir entre lo público y lo privado.
Por tanto, todo lo que lleve a una visión uniforme del mundo debilitará el diálogo y nuestra calidad democrática. Las administraciones están llamadas a colaborar con todas las propuestas que defiendan el bien común, no a poner la zancadilla a todo el que quiere remar y poner su granito de arena. Esta ley olvida que al Estado le sale más barato la enseñanza concertada que la pública, pues hay gastos que no asume en los conciertos y en la pública lo hace de forma íntegra. También conviene señalar que tachar de elitista a la educación concertada es obviar que hay muchísimos colegios sostenidos por religiosos en los barrios más pobres de nuestras ciudades, y que por culpa de esta ley se verán abocados al cierre.
Y como siempre, puede que los que salgan peor parados sean los más débiles, como tantos alumnos con discapacidad que verán como sus colegios adaptados a ellos se cierran en favor de una integración mal comprendida.
Curiosamente el papa Francisco en Amoris Laetitia [18], escribe lo siguiente: «el Evangelio nos recuerda también que los hijos no son una propiedad de la familia, sino que tienen por delante su propio camino de vida». Y no es que el papa Francisco se haya vendido a una ideología –como a algunos les encanta pensar–, sino que la mirada de la Iglesia es mucho más amplia. Cada persona es libre para construir su propio camino, y cada familia tiene que responsabilizarse de apoyar y ayudar en ese proceso, y la tarea del Estado es la de colaborar con las familias, no la de imponer unas formas y unos modos a merced del partido político de turno. A mí personalmente me entran escalofríos de pensar que el futuro de la educación se queda solo en manos de políticos y profesores por muy buenos que estos sean, dejando así a las familias en un segundo plano. No es cuestión de propiedad, es una cuestión de libertad, de igualdad y de responsabilidad.