La tarde en que el confinamiento comenzó a insinuarse y finalmente cayó sobre nosotros, se agolpaban en nuestra mente decenas de proyectos, hobbies, lecturas… que encontraban en esa reclusión una oportunidad privilegiada para irrumpir al fin en nuestra vida. Las listas de planes desempolvaban ideas que hacía tiempo habíamos desestimado por no tener suficiente tiempo como para dedicarnos a ellas. Sin embargo, encarando ya la larga recta que precede a la vuelta a la normalidad, los pocos que no han desechado ya esa lista de proyectos de confinamiento la miran con la compasión de quien contempla lo que pudo ser y nunca fue.

El confinamiento ha sido el momento propicio para darnos cuenta de que el mundo no se detenía porque nosotros dejásemos de empujar
con el extenuante ímpetu con el que lo hacíamos hasta ahora. Ha sido el momento para que brotase, entre las grietas que se formaban en nuestro horario, el verdor del descanso, del reposo, de la contemplación, del tiempo compartido sin presiones. Ha sido necesario cerrar las puertas al exterior para darnos cuenta de que teníamos una deuda de tiempo con nosotros mismos y con muchos otros. Ha sido necesario que se cayese a nivel colectivo la falacia del «más productivos, mejor» para que entendiésemos que era imprescindible una bajada del ritmo.

A todos nos ha alterado, en mayor o menor medida, esta situación tan atípica. Los que hemos tenido la fortuna de no lamentar mayores desgracias hemos visto cómo el engranaje de nuestras rutinas se atascaba sin que supiésemos muy bien qué era lo que fallaba dentro de nosotros. Se nos planteaban dos opciones: seguir forzando para unas metas que se habían quedado encerradas ahí fuera, o aceptar que hay otras cadencias con las que entonar la vida, el trabajo y el estudio. Hemos hecho música con lo que antes nos parecía un abuso de pereza. Hemos transformado ese vicio de la improductividad que tanto temíamos en la virtud de disfrutar de lo que nos rodeaba, de los que nos rodeaban y de los gestos y costumbres que nuestro estrés había transformado en lujos. Nos hemos, finalmente, reconciliado con ese reloj que ha dejado de correr en nuestra contra y ha vuelto a su función de marcar el compás de la sucesión de los momentos vividos (y no simplemente atravesados).

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