Ha pasado un año ya…pero creo que muchos seguimos aún en esa especie de duermevela que la pandemia nos ha dejado. Digo duermevela por esa sensación de estar viviendo una especie de pesadilla de la que no nos terminamos de despertar.
Echando la vista atrás, hay muchos momentos que se me quedaron grabados, muchas impresiones y emociones de las que podría hablar, pero, de todas ellas, me quedo con una: cuando se decretó la desescalada, el procedimiento que marcaría cómo íbamos a ir pudiendo salir de casa tras tantos días de encierro. Sí, estoy segura de que también a muchos aquello se les quedó grabado. Por fin podíamos empezar a atisbar la vuelta a la normalidad, podíamos salir de casa y empezar a creer que todo estaba, por fin, acabando. ¡Libertad!

Sin embargo, en mi caso, esa desescalada, más que un grito de libertad fue un grito de miedo. ¡Tenía miedo a desconfinarme! No, no se trataban de síntomas de agorafobia ni de pánico al virus que aún quedaba suelto por ahí. No era nada de eso. Lo que a mí me pasaba era que, aunque deseaba salir y retomar mis relaciones, no quería de ninguna forma perder esa sensación de recogimiento que había conseguido durante el confinamiento.

Llegados a este punto del artículo probablemente alguien habrá pensado que tantos días de encierro me habían dejado echas polvo las neuronas. Lo entiendo porque yo misma me sentía un bicho raro. Pero lo cierto es que, a pesar del horror que había ocurrido mientras todos estábamos confinados; a pesar de tanta muerte, de tanta lejanía y tanto desconcierto, dentro de mí se había dado un parón que, sin darme cuenta, mi cuerpo y mi mente habían anhelado hacía mucho.

La vida antes del confinamiento se había convertido para mí en un huracán que levantó convulsamente todo de su sitio y, una vez encerrada en casa, el huracán había cesado, dejando que cada cosa se posase de una manera lenta y pausada. Y yo, en esa lentitud, estaba consiguiendo ponerlo todo en su lugar: mis prioridades, mis sentimientos, mis deseos, mis temores, mis interrogantes, mis amores, mi fe. Todo se colocaba suavemente donde tenía que colocarse, incluida yo misma. Y desde allí podía contemplarlo todo con calma, con serenidad, dándole a cada asunto su justo valor, distinguiendo lo que era importante de lo que podía ser prescindible, pudiendo oír al Señor susurrándome al corazón, diciéndome: «es por ahí, es por ahí».

Tuve que aprender a desconfinarme en condiciones, es decir, a convivir con el huracán diario sin perder el recogimiento que me había ayudado a resituarme en la vida. Y aprendí que ésa es la vida que Dios quiere para nosotros: la de volver a la pesca diaria, la de bajar del monte tras la transfiguración y entrar en la cotidianeidad, el lugar donde Él se hace presente, donde nos invita a caminar y donde también calma los vientos y tempestades que nos salen al paso.

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