Flash Gordon es uno de los personajes de cómic más emblemáticos. Las aventuras espaciales de este jugador de fútbol americano son ya una leyenda en esa futurista literatura de cordel que es el cómic.
Todas las historias de Flash Gordon tienen un argumento sencillo, pero también intrépido: combates estelares, desapariciones y secuestros; máquinas y artefactos inverosímiles, que son fruto de la sagaz inventiva de su creador, Alex Raymond. Además, este género pulp ha empapado con sus ilustraciones impactantes y musculadas, observadas desde ángulos y planos increíbles, toda nuestra cultura actual. Este tipo de ficción supo atraer a millares de lectores, que quedaban encandilados con lo que este les ofrecía: ágiles y eficaces historias de aventuras con las que no era muy necesario romperse demasiado la cabeza para pasar un rato entretenido y ameno, embadurnadas en funcionalidad narrativa y vistosidad colorista, todo ello a partes iguales. Quizás en esta sociedad tan excesivamente motorizada por el postureo existencial y la actividad utilitarista la lectura de este tipo de literatura nos podría ayudar a disfrutar sencillamente, con el único objetivo de tener un rato divertido y tranquilo.
Aun así, las historias pulp manifiestan críticas sibilinamente escondidas. Me viene a la mente una de estas aventuras, en la que Flash Gordon llega junto con algunos de sus amigos y compañeros de viaje a una ciudad llamada Pasturia. Por supuesto, se trata de una ciudad del espacio exterior, celosamente custodiada por sus moradores. Estos extraterrestres utópicos, por medio, de una máquina de la que brota un potente láser, son capaces de crear una barrera ilusoria que los mantiene seguros y a salvo de cualquier elemento indeseado. Este voluntario aislamiento tiene un fin, por supuesto: evitar que Pasturia se vea invadida por la maldad. Efectivamente, Pasturia es una ciudad absolutamente bondadosa: no existen ni los conflictos ni los problemas; todas y cada una de sus calles son regidas por una pacífica armonía y quietud. Casi diríamos que es una ciudad un poco aburrida y monótona.
Algo así pasa con cada una de nuestras vidas. Nos empeñamos en mostrar lo mejor, obviando que la perfección no existe: que en la vida solo existe lo real. Nuestra vida es como una especie de reality; desde luego, no es un ideality, programa de entretenimiento que todavía no ha inventado nadie, quizá porque sea imposible.
Mi vida, y la tuya, y también las de los demás son un poco como Pasturia. No tenemos láseres intergalácticos que nos ayuden a crear una pantalla ilusoria, pero sí que nos transformamos en necios ilusos cuando nos parapetamos detrás de muchas otras criaturas: los dones que Dios nos ha dado y que nos hacen sentir importantes e imprescindibles; las redes sociales, donde exhibimos lo idónea (y, por tanto, artificiosa) que es nuestra vida; nuestros éxitos personales, tan cambiantes y relativos como el tiempo o las previsiones meteorológicas.
Pasturia puede llegar a transformarse en reflejo de nuestros miedos, generados por las visiones ideales que todos tenemos de nosotros mismos. Casi que es mejor dejarse de idealizaciones y exponerse a las realidades, que dejarán sobre nuestras vidas aquellas cicatrices y tatuajes que hablan verdaderamente de quiénes somos, y no tanto de quiénes deberíamos ser.