Al terminar de ver la película Avatar viví un cierto desasosiego. Quedé enamorado de Pandora, el escenario donde transcurre la acción, con todo su esplendor: sus paisajes verdes llenos de vida, civilizaciones que encuentran el sentido de su existencia en mantener una relación equilibrada con la naturaleza. Incluso cabría la posibilidad de vivir con un cuerpo distinto al tuyo, fuerte, flexible, sin heridas ni historia. Reconozco que después de volar en 3D sobre un pájaro gigante me sentía más inclinado a volverme azul, vivir sobre un árbol en medio de una selva con luces de neón y usar taparrabos, que a coger el coche y recorrer el asfalto que separa el cine y el bloque de pisos de ladrillo visto donde vivo. Resultó muy dura la vuelta a la realidad: y es que nunca viviré en Pandora.

Existe un peligro en las utopías y las nostalgias mal vividas: que nos saquen de nuestro presente, del lugar y el tiempo que nos han tocado vivir. Y lo que es peor, que nos quiten la energía que, sí, seguimos teniendo para transformar este mundo. Anclarse en el pasado, lamentándonos por un tiempo perdido puede ser tan agotador como ver que los sueños se nos escapan de las manos, que cada día que pasa estamos igual o más lejos de aquella utopía que no acaba de llegar.Cuando esta melancolía nos coja será mejor recordar que es hoy, el momento presente, el instante en que estamos recordando y soñando. Nuestra memoria y nuestra imaginación nos harían un flaco favor si solo nos mostraran que nuestro mundo actual no vale nada comparado con el que hemos tenido o el que debería ser. 

Porque hoy es el día (y siempre lo será) al que hemos sido enviados para cambiar la realidad y hacerla más cercana al ideal de Dios. La memoria y la imaginación pueden ser así el mejor impulso para una voluntad atrevida que se inclina por transformar la vida. Porque, eso sí, seguimos queriendo habitar en Pandora.

Vivir la utopia en el presente cotidiano es liberador: es colorear los grises paisajes de la ciudad con el verde color de la esperanza del mundo nuevo, que, convenzámonos, no está ni en Pandora ni en la Atlántida, sino que está en nosotros mismos y está aquí y ahora: en la promesa recibida de Dios, en los deseos que nacen de Él, en la compasión hacia los que sufren y en la llamada a la acción transformadora. No faltarán las dudas sobre la injusticia y la dureza de este mundo, y quizás jamás nosotros viviremos en Pandora, pero nadie nos podrá robar la alegría de vivir mostrando que existe un Camino para llegar a este lugar soñado. 

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