La política ha sido, desde que se acuñara su en la Antigua Grecia, el arte de velar por los asuntos de la sociedad. El politikós griego era el hombre social, el hombre que vivía integrado en la comunidad y participaba de ella. Que nuestra política de hoy sea fiel a su definición etimológica es, desgraciadamente, mucho más discutible.
En nuestros días asistimos a un fenómeno que no es nuevo, pero que ahora nos asombra más. Siguiendo las declaraciones de los principales líderes, uno no puede sino advertir continuos intentos por hacer del servicio a todos, algo propio; de lo que deberían ser discursos dirigidos al ánimo de todos, proclamas redactadas para atraer la atención sobre mí; de lo que debería ser crítica constructiva por el bien común, intentos por posicionarme yo mejor que tú; de lo que debería ser un esfuerzo común, una batalla por ser el primero y, así, el que no sirve.
Nada de esto es nuevo, ciertamente. Vivimos acostumbrados a que la política española sea un ‘yo’ continuo donde se debería entonar un ‘nosotros, vosotros y ellos’, un ‘todos’ propio de quien se sabe servidor del grupo. Sin embargo, hoy esta actitud nos extraña más, y no es solo porque sea tiempo de arrimar el hombro y no de restar. Esta pandemia nos ha transformado como sociedad y nos ha hecho aprender a pensar en plural a base de esfuerzo y solidaridad. El egoísmo de muchos se quedó fuera cuando nos encerramos en casa anteponiendo el bien de todos a los intereses de cada uno, y después estalló el descubrir a los cercanos en esos de los que antes estábamos tan lejos, el agradecer a desconocidos que siguiesen jugándose el tipo por nosotros, el experimentar que no todo estaba perdido, sino que la comunidad resurgía donde el confinamiento amenazaba con aislarnos. Este es el gran cambio que parece haber tenido lugar solo en los salones, balcones y terrazas de los ciudadanos, porque los representantes públicos no muestran síntomas de haberse contagiado.
La política de frentes ha quedado desfasada por una población que ha tapado las trincheras y ha salido al encuentro de los otros, salvo excepciones. La amenaza que no distinguía de clases ni ideologías nos ha movido a proteger a los que más queríamos y valorábamos y con ello hemos acabado protegiendo incluso a aquellos con los que no teníamos ninguna afinidad. Hemos descubierto que, como en la vida en general, no podemos salvarnos solos, y ahora nos cansa el monólogo de los que creen que el objetivo de todo es conseguir salvarse ellos mismos y algunos de los suyos.