Cada noche, al apagar la luz del cuarto de mis hijos, pienso en la fortuna de poder ofrecerles un espacio caliente, seguro, cómodo…en la suerte de que se van a la cama con el estomago lleno y el alma abrazada. Y agradezco infinito, a ese Dios que sonríe conmigo, cuando cierro la puerta del cuarto. Pero ese mismo Dios es el que deja cada noche una pregunta en mi corazón; ¿qué hacemos con todas aquellas personas que no tienen esta misma suerte? Y cada noche, entonces, es también llamada a la frontera de mi suerte, de mi propio privilegio. El privilegio de haber nacido en la cara amable del mundo.


La frontera del privilegio está llena de incongruencias, de injusticias, de vidas a medias. Una frontera por la que si dejamos cabalgar al Mal Espíritu quedará sembrado el desasosiego, la desesperanza, y la frustración. Qué fácil me es acostumbrarme, y qué necesario se vuelve adormilar el sentido de la incomodidad cuando a veces el mundo no deja de gritar de manera desgarradora.


Pero si por el contrario somos capaces de transitar esta frontera con la mirada compasiva, el recuerdo agradecido y el corazón enamorado, brotará un deseo. Un deseo que arderá en la esperanza, en la fuerza, en el coraje. Ojalá cada noche, al cerrar la puerta o los ojos, sintamos la pregunta nacer y deseemos atravesar esa frontera y así entregarnos al verdadero privilegio, el de amar; para darle la vuelta al mundo y que su cara amable se vislumbre desde todos los lugares.

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PastoralSJ
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