Una de las muchas cosas que se aprenden cuando nos acercamos con el evangelio a eso que llamamos fronteras culturales es, precisamente, la diferencia entre frontera y límite. Seguro que lo has experimentado cuando te has puesto a dialogar con alguien que no creía, o que no creía del mismo modo que tú. La frontera es, sencillamente, el lugar del intercambio. Físicamente, puede ser un bar, o un libro, o un periódico o red social. A mí me ocurre mucho con los podcasts. A menudo escuchamos en ellos reflexiones e ideas que no proceden del ámbito de la Iglesia. Y, sin embargo, los temas que ahí se tratan pueden alimentar perfectamente nuestra reflexión, incluso iluminarla con alguna perspectiva nueva. La frontera es un buen lugar para darse cuenta de que hay un humanismo que atraviesa, perdón por la repetición, a toda la humanidad. 

Pero la frontera es también el lugar donde se experimentan, a veces con desolación, los límites del intercambio. Ese punto en el que no hay más remedio que decir: no creemos lo mismo, no pensamos lo mismo, alguna diferencia tiene que haber. 

Desde hace tiempo, cuando escribo una homilía, la envío a un amigo filósofo y ateo. Es bonito comprobar el mucho espacio común que existe, gracias, sobre todo, a la belleza de algunas ideas compartidas. Pero, sobre todo, por percibir los dos que, en la Palabra de Dios –se sea creyente o no–, hay vida abundante. Sin embargo, también hay momentos en que sé que lo que digo puede no ser compartido, y hay que aceptarlo. En realidad, creo que nos gustaría siempre encontrar un terreno común, pero a veces solo es posible el respeto de la diferencia, aguardando a que, en algún momento, quizá ya fuera de la historia, todo se aclare. Es la forma en que el mundo se mantiene siempre abierto, no cerrado en una única perspectiva. No aceptar ese límite que se revela en la frontera, significa darle un zarpazo a la verdad, para apropiarse totalmente de ella. No creo que sea eso lo que Dios quiere.

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