El ejército de Myanmar ha tomado el poder del país a través de un golpe de estado contra el gobierno de la controvertida Suu Kyi, reelegido en elecciones el pasado mes de noviembre. Y la polémica al respecto está servida.
Con la perspectiva que nos da nuestra historia de régimen democrático reciente pero consolidado, un golpe de estado es y ha de ser siempre condenado. En España, un hecho así remueve; puede que en este clima de crispación, más que nunca. Por eso, quizás la delicada situación de Myanmar puede ser una oportunidad para la reflexión y la lucidez respecto a la volatilidad, la escasez y el privilegio que rodean a este sistema en nuestros días.
En este caso, la fragilidad se muestra no solo en la incapacidad del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para acordar una condena, muy influenciada por intereses geopolíticos de algunos miembros con derecho a veto; sino también por los múltiples sentimientos encontrados que despierta un golpe como este. Son numerosos los sectores que no terminan de posicionarse en contra, aprovechando para criticar la formación del gobierno de la premio Nobel de la Paz (un 25% de sus miembros pertenecían al ejército, así como cuatro ministerios) y su polémico tratamiento hacia la comunidad Rohingya, que ha causado cientos de miles de refugiados.
Pero, además, el primer golpe de estado completado del año nos recuerda el privilegio. Porque, pese a la impresión que podemos tener desde nuestra joven forma de gobierno representativo, el Índice de Democracia de 2020, recientemente lanzado por The Economist, pone encima de la mesa que solamente un 8.4% de la población vive en una «democracia completa», únicamente en 23 países del mundo.
Sin dejar de ser conscientes y críticos con las fallas de nuestro gobierno, de nuestras leyes electorales o de nuestro sistema de bienestar, puede que el golpe en Myanmar sea la buena excusa para no perder de vista el valor de nuestra democracia y la importancia de la participación (más allá del día de las elecciones cuatrianuales), del cuidado de sus estructuras (más allá de la polarización y la demagogia a golpe de tuit) y del respeto a todos y todas a quienes que nos representa, independientemente de nuestro voto.