Karim Benzema acaba de ganar su primer Balón de Oro. Justo en el ocaso de su carrera, tras muchos años a la estela de otras leyendas del fútbol que le hacían sombra. Un premio que por otra parte hace justicia a su nivel futbolístico y acrecienta un palmarés al alcance de muy pocos, jugando casi toda la vida en el mismo equipo.
No obstante, la carrera de este futbolista crecido en la banlieu de Lyon no ha sido fácil. Desde el principio, más allá de su depurada técnica, molestaba a los puritanos –y ahí me incluyo– su sonrisita tras fallar una ocasión a puerta vacía, sus bajas cifras de goles comparadas con otros compañeros suyos y por supuesto su controvertida vida fuera del terreno de juego. Años después este reconocimiento es unánime y premia con justicia una carrera tras muchos años en segundo plano bajo la sombra crítica y de la sospecha.
Sin desmerecer su inmenso talento, este reconocimiento nos recuerda el valor de la constancia. No vale solo con ser muy bueno, es necesario trabajar día tras día con otros y albergar la esperanza de mejorar. Una humildad para servir al equipo y no tanto al propio ego, para que esos dones crezcan y con el tiempo se conviertan en virtud. El deseo de querer cambiar. Y lo que en un principio era una mera posibilidad, ahora es una gran realidad que tendrá su hueco en la historia del fútbol. Al fin y al cabo, de nada sirve ser genial si esa calidad no la pones al servicio del equipo y de paso la sometes al juicio implacable del tiempo, que separa sin piedad alguna a los mejores jugadores de las grandes promesas. El tiempo, en muchos casos, sabe dar la razón y asume que en la vida los procesos son más importantes que los hechos puntuales, porque nada se construye a base de bandazos.