En un mundo donde faltan referentes, la Iglesia nos ofrece un catálogo enorme de personas que decidieron hacer el bien sin esperar nada cambio. Ancianos y niños, hombres y mujeres, ricos y pobres, y así todos los espectros de la sociedad, a lo largo del tiempo y en casi todas las partes del mundo. Personas atraídas por la persona de Jesús, que con su vida transparentaron el amor de Dios llegando a hacer proezas impresionantes en muchos casos. La Iglesia reconoce en ellos algo especial, y considera que su vida nos inspira y nos acerca de alguna manera a Dios.

No hay mayor deseo para Dios que vivamos en armonía y comunión toda la humanidad, que se cree una red de personas desde el principio de la historia hasta hoy, que funcionemos como una carrera de relevos donde todos cuentan y se pasa de unos a otros la llama de la fe. En la Iglesia está el deseo de remar todos a una para construir el Reino de Dios, para ponernos en camino y comer todos en la misma mesa, haciendo que las diferencias sean un apoyo y no un obstáculo.

Y en esta comida fraterna también están los nuestros, los que marcharon –algunos quizás antes de tiempo–. En la fe quedamos unidos los de aquí y los de allí, esperando el abrazo último y eterno que nos haga reencontrarnos con los nuestros. No podemos olvidar que para los cristianos hay un espacio para la memoria y para recordar que estamos aquí porque otros nos precedieron.

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