En ocasiones se acusa al Barroco y a las procesiones de Semana Santa de haberse centrado en la Pasión y Muerte de Cristo, olvidando o dejando en segundo plano su Resurrección. Sin embargo, esta afirmación es demasiado fuerte y, desde luego, matizable, puesto que, los cristianos de entonces, como los de ahora, sabían bien que «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe» (1Co 15, 12). Otra cosa es que, su forma de expresarlo sea de algún modo distinta a la nuestra. Pero, a poco que se conozca el arte y la Semana Santa, lo cierto es que en los ciclos pictóricos no suele faltar la representación de la Resurrección, y que la del Resucitado acostumbra a cerrar las procesiones de Semana Santa.

Sin embargo, es cierto que si comparamos la cantidad y la diversidad de obras de arte que representan la Pasión de Cristo con aquellas que nos hablan de su Resurrección, nos encontramos con una gran desproporción. Esta nace de un problema que concierne al mundo de la fe, y es la de la dificultad de imaginar la Resurrección. Es decir, que si la Pasión podemos conocerla por medio de los sentidos, a la experiencia pascual se accede por medio de la fe. San Pablo lo expresa con estas palabras: «¡Oh!, conocerle a él y el poder de su Resurrección, y la participación en sus sufrimientos; llegando a ser semejante a él en su muerte» (Flp 3 10). En el fondo, nos viene a decir que la experiencia pascual es la luz que puede iluminar el sufrimiento de esta vida, hasta el momento de la muerte.

Esta es la clave con la que deben ser vistas todas las imágenes y pasos de la Semana Santa. No como una exaltación del sufrimiento, sino como una alegoría de un Dios que, por haber conocido el dolor y la muerte, y haberlos vencido, es capaz de acompañarnos en él y darle sentido desde la esperanza en la Resurrección. Lo que ocurre es que a veces pareciera que hoy hubiéramos olvidado esta clave tan importante desde la que nuestros antepasados contemplaban y veneraban a las imágenes de la Pasión.

Si conocemos estas claves, es más fácil entender lo que quiere representar el Cristo de la Victoria de Serradilla, o algunas de las imágenes que, siguiendo su iconografía, salen en procesión durante los días de la Semana Santa. En ella vemos a un Cristo que es a la vez sufriente y triunfante. Sufriente porque porta la corona de espinas, y su carne está llena de heridas y marcada por las llagas sangrientas de la Pasión. Y triunfante, porque tiene los ojos abiertos y está vivo (como ocurría con los crucifijos románicos), porta la Cruz como un cetro (al modo de las imágenes del arte paleocristiano), y con sus pies ensangrentados pisa una calavera y una serpiente, en ademán de caminar sobre ellos (símbolo de que el pecado y la muerte han sido vencidos por la vida). El último detalle de esta imagen es el de que su mano derecha se encuentra a la altura de su corazón, mostrando así que la raíz de este triunfo se encuentra en el amor.

Creo que la contemplación de esta imagen y la oración ante ella puede ayudarnos no solo a entender una clave muy importante del arte pasional, como es el leitmotiv de la Resurrección. Sino también a ensanchar y profundizar las comprensiones raquíticas que tenemos de la Pascua, para así entender que ésta no ahorra el sufrimiento de nuestras vidas, sino que lo llena de sentido desde la fe, la esperanza y el amor.

(Imágenes: Cristo de la Victoria de Serradilla –cabecera–, y Santo Cristo Varón de Dolores-Sevilla –pie–)

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