«Que el privilegio no te nuble la empatía» es una frase, y posterior título de un libro, de Ita María que hace tiempo que me resuena cada vez que necesito recordarme que mi realidad y manera de estar y vivir no son las únicas en este mundo y que, como seguidora de Jesús, estoy llamada a pararme y revisar los márgenes mirando a los ojos a quienes se encuentran en ellos.
Partir de reconocer una situación de privilegio es comenzar aceptando una realidad, en su globalidad, injusta. Por lo que la virtud pasaría, inicialmente, por reconocer que hay injusticia y de ahí construir, en mayor o menor medida según dones y capacidades. El virtuoso es, entonces, aquel que busca y elige, en acciones concretas, aquello que más le conduce a revertir esas situaciones identificadas. Y ese deseo de justicia que persigue tiene sentido desde un sentimiento de fraternidad que nace del saberse criatura. Algo que me recuerda, sin duda, al Principio y Fundamento. Entender, por tanto, la búsqueda de la justicia como una forma de alabar, hacer reverencia y servir a Dios.
Ser capaz de alabar al usar las gafas de la equidad para ver la obra de Dios y para escudriñar aquellos matices del día a día que revelan desigualdades, a veces difíciles de percibir. Unas gafas que también nos permiten ver el Reino como llamada constante.
Utilizar el audífono de la empatía para no solo oír sino escuchar a quienes no tienen voz, aquí y allí. Y así hacer reverencia ante tanta tierra sagrada habitada por el Dios de los pequeños, los vulnerables, los solos.
Ponerme el marcapasos de la fraternidad para saberme criatura de Dios y sentirme hermanada con tantos y tantas otras por el simple hecho de haber sido creados y criados por el Amor. Siendo por ese amor primero desde el que me sale servir al Otro a través de otros.
En definitiva, estar en camino continuo, diario y constante hacia esa virtud, la de la justicia que, en el palabras de Pedro Arrupe SJ, «es una consecuencia de la fe».