La sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés ha sido, como era de esperar, polémica. Mientras unos la consideran excesiva o vengativa, otros ven en ella una claudicación ante las exigencias políticas de la situación actual en Cataluña.
En este debate hay dos principios que colisionan. Por un lado, se considera que la unidad de España es un bien jurídico-moral a proteger. Y, por otro, se invoca el derecho de autodeterminación de los pueblos como argumento para justificar un referéndum y una posible independencia de Cataluña. Creo que estas dos cuestiones deberían centrar el diálogo político con una sencilla pregunta: ¿Estamos mejor juntos o separados?
Cuando leemos en la prensa las decisiones judiciales, podemos sentirnos aturdidos por el lenguaje jurídico, o bien pensar que no podemos opinar, o que se opina demasiado. Como cristianos, ¿qué actitud hemos de tener ante las decisiones judiciales? Creo que nuestro punto de partida es el siguiente: lo que diga la justicia no es la Verdad. Los jueces procuran –siempre limitadamente porque son humanos, como todos– investigar concienzudamente los hechos y aplicar la ley de manera imparcial. ¿Esto ocurre siempre? Desgraciadamente, no. ¿Significa entonces que todos los jueces prevarican? Tampoco, pero es innegable que algunos jueces sí. Por encima de estas consideraciones, tenemos que empezar por asumir que hay una autoridad, la de Dios, que está por encima del Estado y que el único Juicio que esclarecerá toda la verdad, y nada más que la verdad, es el que nos espera tras esta vida.
Nuestra tendencia, sin embargo, es distinta. Solemos reaccionar a las sentencias judiciales por filias y fobias, pidiendo misericordia para los míos, y contundencia con los de enfrente. Como solemos desconocer el detalle de los hechos, la legislación aplicable o las distintas versiones sobre lo ocurrido, creo que es bueno suspender el juicio personal, aunque solo sea un poco. Es legítimo alegrarse o indignarse por el resultado de una sentencia. Pero nunca hay que perder de vista que si la justicia es imperfecta, lo es para todos. Y entrar en la cárcel, en la inmensa mayoría de los casos, es una mala noticia para el preso y su familia que conlleva mucho dolor.
Cuando uno asume que la justicia humana se puede equivocar, se comprenden mejor las palabras de Jesucristo ante Pilato cuando le dice: «mi Reino no es de este mundo» (Jn 18, 36). Como cristianos, acatamos las leyes y sentencias del poder civil, pero las trascendemos. Nuestra patria es la comunidad política en la que hemos nacido, a pesar de sus imperfecciones y de que no hiciéramos nada porque así fuera. Porque son nuestros compatriotas –prójimos– estamos llamados a amar a nuestra patria, pero nunca de manera excluyente. Por eso, es importante recordar siempre que nuestra auténtica patria no es Cataluña, España, Inglaterra o Estados Unidos. Como católicos, nuestra verdadera Patria está en el Cielo.