Últimamente, está muy de moda invertir en acciones, criptomonedas o fondos indexados. De un día para otro, las redes sociales, los podcasts y los blogs están llenos de supuestos «gurús» que afirman haber multiplicado su dinero en poco tiempo, inversores que han especulado con éxito o personas que, según dicen, se han jubilado años antes gracias a sus inversiones. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja y va mucho más allá de la imagen superficial a la que estamos acostumbrados.

Como estudiante de economía, mentiría si dijera que no me atrae el mundo bursátil, pero hay algo que me inquieta. Más allá de la atracción por la rentabilidad de una inversión, hay una cuestión que rara vez consideramos -o al menos yo no considero-, pero que creo que es fundamental: ¿dónde estamos realmente invirtiendo nuestro dinero? ¿Para qué se va a utilizar el dinero que estamos financiando?

Y si, detrás de cada acción, fondo o empresa, existe un modelo de negocio diferente, una cultura empresarial y unos valores que definen, al fin y al cabo, la personalidad d nuestra inversión. Y no se trata de no generar beneficios, sino de hacerlo de manera consciente. Hay empresas cuyo objetivo es obtener grandes rentabilidades mientras contribuyen al bien común, mientras que otras priorizan la rentabilidad por encima de cualquier consideración ética.

Al final, la economía no son solo números y rentabilidades, sino también una cuestión moral. El dinero no es un fin en sí mismo, sino un medio, y nuestras inversiones, además de rentabilidad, también pueden ser una herramienta de servicio a los demás, pues como dice Mateo en el Evangelio: «Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón». 

Tal vez sea momento de preguntarnos no solo cuánto podemos ganar, o qué rentabilidad podemos obtener, sino también preguntarnos, dónde y cómo, nuestras inversiones van a contribuir al bien común y al Reino de Dios,