Según se lee en prensa y en algunas informaciones recientes, un padre ha denunciado al centro de Santa Cruz donde estudia su hija. El motivo es que la han expulsado varias veces por ir a clase con tops y escotes (así aparece la noticia). Menos mal que no es un centro concertado religioso, porque en ese caso los alineamientos ideológicos serían de manual. Resulta que el centro que así reacciona es un instituto público.

Opinar sin tener todas las informaciones y matices es un ejercicio arriesgado, y a lo mejor a uno le falta información. Vaya por delante esa prevención antes de compartir algunas impresiones sobre el tema. De entrada, para mí el error no es la actitud de quienes gestionan el instituto, sino la de ese padre que demanda y aún se queja del estrés que todo esto produce en su hija. Quizás el estrés tenga también que ver con una educación incapaz de asumir que el propio deseo y gusto no es la medida de todas las cosas.

Hay límites en la vida contra los que conviene reaccionar, para no caer en el conformismo y la sumisión. Por ejemplo, uno comprende que haya reacciones contra la discriminación por género, orientación sexual o raza. O que se pelee por mejorar condiciones de accesibilidad allá donde hay personas con limitación de movilidad. Uno comprende la protesta contra determinadas medidas que atentan contra los derechos humanos, la dignidad de las personas o la libertad. Ejemplos de reivindicaciones necesarias hay muchos. Pero uno también comprende que hay normas de convivencia que se ponen por algún motivo. Y dichas normas no son una agresión, una ofensa contra la individualidad o un acto de imposición, sino consecuencia necesaria de vivir en común.

Quizás lo que este padre debería explicar a su hija es que no es lo mismo vestirse para salir el viernes por la noche de marcha con tus amigos que vestirse para ir a clase. Quizás en lugar de darle la razón inmediatamente a su niña contra los malvados y represivos profesores, podría haber aprovechado la primera notificación para dialogar con ella sobre cómo a veces las personas tenemos criterios distintos sobre lo adecuado y lo inadecuado. Sobre cómo también en el futuro se encontrará que en el lugar de trabajo te dan indicaciones sobre cómo ir vestido, y toca aceptarlo aunque uno prefiriera ir a la oficina en vaqueros y polo que con camisa y corbata. Quizás la hubiera ayudado más enseñándole a asumir que algunos límites toca aceptarlos –aunque uno no los comparta– que convirtiéndola en centro de una campaña mediática.

Habiendo trabajado años en un colegio he visto una y otra vez situaciones análogas. Progenitores que parecen considerar una ofensa que desde el centro se pongan límites a sus críos. Adolescentes que ya están tan acostumbrados a salirse con la suya que, cuando los ves, comprendes que en casa nunca les han dicho «no», y ahora ya no saben cómo hacerlo. Rebeldes sin causa que convierten su voluntad en criterio único de verdad…

Hay padres que, creyendo defender a sus hijos, les arruinan la vida haciéndolos incapaces de aceptar los límites.

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