Lo vemos últimamente a diario. Violencia creciente. Agresiones que nacen de la intolerancia. Conflictos que se resuelven a bofetadas. Algaradas callejeras. Ahora es la respuesta violenta por parte de hordas de adolescentes contra la policía que intenta impedir los botellones. Sorprende y preocupa ese nivel de violencia. Las imágenes muestran un comportamiento tribal, agresivo, con un punto de jubiloso. Uno no puede dudar de que para esa chavalería hay algo de festivo en todo ese movimiento. En el botellón, y en el botellazo posterior. Y uno se pregunta: ¿cómo parar esto? Entonces se te ocurren solo dos caminos. Uno es bastante contundente. Esto se para a la fuerza, es decir, usando más fuerza que la de los agresores, reaccionando con contundencia, y castigando con severidad. ¿Quién no ha oído –o ha dicho– aquello de «esto se solucionaba con un par de bofetadas»? (con distintos niveles de virulencia en el castigo, pero al ver algunas escenas, es verdad que ganas no faltan).

El otro camino es el de la educación. Entendedme, no es pensar que con unas pocas palabras bonitas y unos murales sobre valores los energúmenos se vayan a convertir en cordiales sembradores de paz. La educación lleva tiempo. Y exigencia. Y límites. También incluye el castigo, y el premio –es decir, la asunción de responsabilidades–. La educación conjuga derechos, sí, pero en paralelo con deberes. Y no nace de decirle al niño primero y al joven después que es la medida de todas las cosas.

Personalmente, no me convence el camino de la violencia. Creo más en la educación como forma de socializar. Pero me temo que en nuestra sociedad la educación irá fallando cuanto más se ningunee a los docentes y se absolutice un individualismo que solo piensa en no disgustar en ningún momento a los alumnos. Lo que no es posible es pretender que en la sociedad no tengan cabida ni la represión ni la exigencia en la educación, y además pretender que haya orden. Porque entonces lo único que tendremos son hedonistas, convencidos de que sus derechos lo son todo, y caprichosos incapaces de aceptar un no.

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