En las últimas semanas la asignatura de Religión que se imparte en los centros ha vuelto a ser noticia; o, más concretamente, ha vuelto a ser noticia el futuro de esta materia. Pareciera que, en España, la formación de un nuevo gobierno aparejase siempre la apertura de una misteriosa caja de Pandora, de donde se desparramarían algunos de los fantasmas que la sociedad española lleva arrastrando desde hace ya no pocas décadas. Uno de ellos, ¡cómo no!, es la conveniencia de impartir la asignatura de Religión en las aulas. Se podría escribir mucho sobre el tema, y presentar igualmente muchos argumentos de peso a favor o en contra. Sin embargo, todo esto no estaría exento del pesado elemento ideológico que habitualmente condiciona cualquier tipo de debate en nuestro país.
En primer lugar, la Religión no busca hacer proselitismo. Es importante tomar como punto de partida este matiz: no hay que confundir nunca una clase de Religión con la catequesis. Si arrancásemos desde aquí nuestro debate, creo que muchos de esos viejos fantasmas a los que antes hacía referencia se disolverían como un simple azucarillo.
Por otro lado, no podemos negar la importancia que ha tenido el hecho religioso no ya en la historia occidental, de la que somos herederos directos, sino en la propia concepción existencial del hombre, siempre errante a través del tiempo, de la historia y de los siglos, eterno buscador del sentido de su vida. La asignatura de Religión es un instrumento tan válido como eficaz para explicar al alumnado como a través del estudio, la literatura, la arquitectura, la música, es decir, cómo por medio de la cultura el hombre ha querido expresar esa búsqueda de lo trascendente, yendo más allá de lo material, y dando un salto hacia aquello que ni siquiera nuestra condición limitada puede pronunciar, aunque casi lo esté rozando con la yema de los dedos.
En efecto, el sentido religioso del hombre se halla presente, nos guste o no, en algunos de los momentos clave de la historia de la humanidad. Nadie puede negar que la cuestión de Dios ha ocupado un tiempo precioso en el esfuerzo pensante de tantos y tantos filósofos, que han intentado explicar lo que somos hoy; o que algunas de las más maravillosas obras de arte, como las catedrales que salpican nuestra cultura, se idearon y edificaron con la sed de las piedras vivas que somos todos y cada uno de nosotros, y que esconden un anhelo por llegar a lo imposible. En este sentido, un breve paseo por algunas de las pinacotecas más deslumbrantes del mundo sirven para darse cuenta del temblor religioso que ha deslumbrado a algunos de los mayores artistas de todos los tiempos. Ni qué decir de aquellas composiciones musicales, como la Pasión según san Mateo de Bach, o las obras de Tomás Luis de Victoria (por citar solo dos maestros entre una ingente marea de ellos), cuya escucha atenta nos continúan asombrando hasta recordar aquel versículo del Salmo 8, «qué es el hombre para que te acuerdes de él», admirados hasta el extremo de esta gran obra que es el caminar del hombre a través de la vida de todos los tiempos, pasados, presentes y futuros.
Solo por esto merece la pena romper una lanza a favor de la enseñanza de la Religión. Evidentemente, sería absolutamente imperdonable dejar escapar esta gran oportunidad educativa de transmitir quiénes somos y qué somos llamados a ser porque, entre otras cosas, condenándola al olvido, nos estaríamos traicionando a nosotros mismos y a nuestra historia.