Se acercan las elecciones en España y con ellas llega el tiempo de las promesas, los sueños y los proyectos de futuro para la sociedad. Como eterna invitada aparece la asignatura estrella: la religión. Se habla en todo buen debate y no hay político que no se posicione. Sin embargo, a mí me cuesta pensar que el éxito del sistema educativo pasa por dos horas de religión a la semana, y tampoco creo que las grietas del edificio estén en los departamentos de religión.
Estoy convencido de que la educación tiene que cambiar porque el mundo se mueve mucho más rápido de lo que creemos. Que no valen la fórmulas antiguas para problemas nuevos y que este sistema educativo y sus pobres resultados no convencen. Nadie duda de que lo que hay no funciona, que se necesitan nuevos métodos y más inversión… A los números me remito y no digo nada nuevo. Puede que sin quererlo, ya sea mermando la filosofía o acabando con la asignatura de religión, nos alejamos del problema de fondo. Conocemos como sociedad las herramientas que necesitaremos para navegar en el futuro, pero no sabemos muy bien el horizonte hacia donde vamos, por miedo, por respeto o por convencionalismo.
La pregunta no pasa por la asignatura religión o por el número de horas de matemáticas o inglés. Más allá del cómo formamos, tiene que ver con el para qué educamos. De nada nos sirve formar ciudadanos que sepan hablar ocho idiomas, vivan en otro universo digital y tengan todas las competencias posibles si no son capaces de mirar más allá de su ombligo ni de encontrar el sentido de su vida. Quizás el eterno debate de la asignatura de religión se aclararía si quisiéramos formar personas para vivir y no máquinas para trabajar.