Cuando primero conocí a Joaquín, debo admitir que no lo comprendí. En 1986 era yo un estudiante de segundo año de Secundaria, neófito en la educación jesuita y totalmente ajeno a su contraculturalidad y enfoque en lo interior. Fue hasta mucho después cuando comencé a comprender los alcances de lo que se afanaba por transmitirnos.
Comprendí que no era distraído, sino que estaba en paz con todo y con todos.
Entendí que esos ejercicios donde nos hacía cerrar los ojos, respirar y tomar conciencia de donde estábamos y que sentíamos, eran principios de meditación para acallar nuestra mente adolescente. Agradezco ahora que lo intentara en su momento. Que nos diera ese espacio y nos tratara como personas de verdad. Como individuos a los que valía la pena formar y escuchar. Eso, para mi yo adolescente, fue el mejor obsequio que pude recibir.
Tenía la costumbre de leernos en clase el libro de Christy Brown, Mi pie izquierdo, de principio a fin. Bueno, nunca logramos llegar al final. Al sonar el timbre indicando el término de la clase, paraba y cerraba el libro, sin importarle si estaba a la mitad de una frase o en un desenlace. Era uno de sus sellos más característicos e imitables, que, entiendo ahora, escondía detrás un profundo respeto al tiempo y a lo que siguiera después del timbre, fuera clase o recreo.
En aquel entonces nos preguntaba cuánto tiempo dedicábamos a la televisión y a las películas (¡en videocasete!), generando los primeras inquietudes acerca de cómo utilizamos nuestro tiempo.
Casi treinta años después lo volví a ver. Eran los festejos de la escuela donde, por veinte años, formó generaciones. Había regresado a concelebrar Misa y participar de los festejos. Al menos eso creí. Al finalizar la Misa, leyó el último párrafo de Mi pie izquierdo, desatando una ovación de la concurrencia. Sabía que era su sello y, en vez de rehuir por miedo a las burlas, lo abrazaba en pos de la formación de comunidad y vínculo.
Una vez terminada la parte formal del evento, pasamos a los saludos y las fotografías. Entonces lo vi caminando hacia la salida, como lo había visto muchas veces durante mis años de Secundaria. Su camisa a cuadros perfectamente fajada y su mochila colgada de su espalda completamente erguida, ya que siempre cuidaba su postura. Corrí a saludarlo y a preguntarle a dónde iba, ya que el festejo apenas comenzaba. No me sorprendió escuchar su respuesta. Se dirigía a saludar a sus amigos de la Colonia Pescadores. Mientras todos celebrábamos brindando y comiendo canapés, él celebraría visitando la colonia marginada a la que dedicó tanto tiempo y energía. Me ofrecí a llevarlo lo cual el agradeció y declinó. Siempre congruente, se iría caminando y en transporte público. Me quedé admirado por su espíritu y recuerdo no habérselo manifestado al creer que no lo hubiera comprendido. Para él, todo esto era una forma de vida.
De la Secundaria se fue a la Sierra Tarahumara, un paraje recóndito y abandonado del México originario. Lugar al que le dedicó su vida y, desgraciadamente, su muerte.
El pasado 20 de Junio Joaquín Mora y Javier Campos fueron víctimas de la inseguridad que se vive en este complejo país al que tanto quisieron ayudar. Dudo mucho que sean las últimas víctimas de la inseguridad imperante e ignoro si sus muertes serán un parte aguas en esa colección de atrocidades en que hemos convertido la cotidianidad. Lo que sí sé es que será difícil encontrar un ejemplo de congruencia y bondad como el que nos daba el tan querido padre Mora.