Estos días los jesuitas recordamos el 30º aniversario de la matanza de la UCA. Una tragedia que marcó a una generación de Iglesia y que todavía sigue siendo un caso con varios interrogantes abiertos. Más allá de la depuración de responsabilidades hay algo que hace que estos mártires merezcan ser recordados, porque pueden pasar muchos años y los contextos cambian, sin embargo la verdad –si realmente lo es– sigue siendo novedad.

Como estamos viendo estos días, algunos lugares de América Latina siguen siendo territorio comanche, algo que ocurre en todos los continentes en mayor o menor medida. Acabó la Guerra Fría, pero sigue habiendo bloques enfrentados que siembran dolor y lágrimas, unas veces por violencia y otras por hambre. Y en medio de las grietas de un sistema injusto seguimos necesitando gente que dé voz a los que no tienen voz. Una mirada profética que nazca desde la reflexión profunda y de la oración sincera, y no desde la rabia estridente y la ideología ciega. Porque por muy mala que sea la situación el Evangelio siempre podrá decir una palabra de amor, de fe y de esperanza.

Me impresiona pensar que aquellos jesuitas fueron personas normales, como cualquiera de nosotros. Que estudiaron en nuestros colegios y que en un momento determinado decidieron dejarlo todo por seguir a Jesús sin medias tintas, llegando incluso a morir por el Reino. En un mundo donde nos movemos en un constante pacto de mínimos, la sangre de los mártires nos recuerda que la vida se nos da para entregarla, que no apostarlo todo lleva a una mediocridad crónica. Aquella noche de noviembre se cercenó la vida de ocho personas, pero se selló una vez más el testimonio de una Iglesia y de una Compañía que busca servir a los pobres en un mundo cada vez más roto.

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