Las cifras impactan. Millones de seguidores, tuits y publicaciones en las redes sociales. Análisis de cada capítulo. La búsqueda obsesiva de errores. Polémicas varias. Discusiones sobre el final. Personajes favoritos. Muertes esperadas e inesperadas. Giros en la trama. Nombres que se nos han vuelto familiares: Cersei, Danaerys, Joffrey, Tyrion, Oberyn… Rumores sobre los libros pendientes. ¿Están ya escritos? ¿No? ¿Llegarán a estarlo algún día? ¿Conseguirán dejar mejor sabor de boca que el final de la serie? ¿Explicarán mejor la evolución de los personajes?

Personalmente, a mí la octava temporada no me ha parecido ni para tirar voladores ni para decir que es un desastre. Creo que se debería haber contado mejor, sin tanta prisa, porque si algo tenían otras temporadas era que dedicaban muchos capítulos a ir preparando una situación que luego, en los dos últimos, llevaba a desenlaces espectaculares. Aquí esa preparación se ha obviado, y por eso algunos eventos y la evolución de personajes parecían apresurados, forzados, un poco arbitrarios.

Pero, al margen del aprecio mayor o menor por esta última temporada, ¿por qué este éxito? No lo podemos achacar solo a una promoción acertada –por más que la haya también–. Porque historias con este seguimiento global no se consiguen con solo programarlo. ¿Qué tiene Juego de Tronos –primero los libros y después la serie– para enganchar tanto a tantos? Si tuviera que apostar por algo, diría que es su capacidad para contar historias. Historias con las que nos sentimos identificados, aunque en nuestro mundo no haya dragones, tronos, magia, ni caminantes blancos. Nos sentimos identificados con protagonistas que luchan por sobrevivir, por triunfar, y por amar y ser amados. Vemos el crecimiento de personajes cuya historia se va volviendo un poco nuestra. Nos vamos viendo reflejados en distintos aspectos de la narración. Tal vez descubrimos en nosotros ecos de la ambición de Cersei, la contradicción de Jaime, la vulnerabilidad de Tyrion, la superación de Sansa, la soledad de Daenerys, los complejos de Jon, o el amor imposible de sir Jorah. Lo impredecible también ayuda. Aquí, como en la vida, los héroes también mueren cuando menos te lo esperas.

También la fe tiene su lugar en esta historia. La fe de los siete (tan presente, por ejemplo, cuando el Septón Supremo se convirtió en el reformador que plantó cara a Cersei). Una fe con siete dioses (el Padre, la Madre, la Doncella, la Anciana, el Herrero, el Guerrero y el Dios desconocido), cada uno de ellos representando diversos aspectos de la vida –y la muerte–. Pero también está la fe en el Señor de la Luz (de Melisandre) o en el Dios ahogado, en las islas de hierro. Una fe que juega un papel en la historia. Que se abre a lo inexplicable. Que plantea también los límites morales que, sin embargo, son constantemente cuestionados.

Supongo que, como muchos, me quedo con la sensación de nostalgia que deja el final de un gran relato. Porque, como dice Tyrion, «No hay nada más poderoso en el mundo que una buena historia. Nada puede pararla».

Te puede interesar