Y, otra vez, intransigencia. Y los aplausos celebrándola. Qué nos pasa. Cómo puede ser que haya quien utilice la Palabra y la palabra no como material de construcción, sino como espada y escudo.

El Sínodo de la Amazonía se ha convertido ya no solo en una guía para los cristianos en cuestiones de fe y práctica; también es, hoy, una escuela de diálogo y reflexión. Un espacio de confraternidad y apertura a otras culturas y formas de relacionarse con la trascendencia. Una llamada que, empezando por los apóstoles y siguiendo con los evangelizadores de Europa, han configurado una forma concreta y compleja de hablar de Dios.

Y hay ejemplos: desde Pablo de Tarso en Atenas, ante el «dios desconocido», Bonifacio en diálogo con los reyes germanos, Francisco Javier y las Indias, Mateo Ricci en la corte del emperador de China o Casaldáliga al lado de los indígenas de Mato Grosso.

A pesar de la historia de la Iglesia, plagada de personas que consiguieron abrir puentes con otras cosmovisiones –a veces incluso con la vida–, hoy, en algunos aspectos, se quiere ir hacia atrás. En el siglo XXI, en el siglo de lo global, hay quien grita ¡anatema! ante lo que no entienden o no les gusta. Hay quien, incluso, roba los símbolos que, sin ser de veneración, sí son de respeto, y los tira al Tíber –como ha ocurrido en Santa María in Traspontina (Roma) estos días con las figuras de madera con representaciones indígenas de la fertilidad–. Y, peor aún, hay algunas personas que lo aplauden y aprovechan para atacar al Papa y a los que participan del Sínodo.

La presencia de estas imágenes en un templo no es herética, ni irrespetuosa, ni está fuera de lugar. Es poner a los pies de Dios el símbolo de una forma de entender el mundo con los pies desnudos en la tierra. Un Dios, además, que acoge todo lo que hay de bueno en otras latitudes. Dios no es solo el Dios de Occidente. Es el Dios de todos.

Los templos se profanan con la intransigencia, con la falta de hospitalidad, con la falta de tacto y de diálogo. El cristianismo nos enseña que la mano de Dios está abierta y tendida, no cerrada y dispuesta a golpear. Y si alguien, en nombre de Dios, tira una figura al Tíber, lo que tira es, en realidad, la idea de una Iglesia en salida y abierta al mundo.

Las respuestas, muy sesudamente explicadas, respecto al ‘buenismo’ de estos planteamientos, denotan, ante todo, una falta absoluta de conciencia de universalidad. Llámame buenista si creo en un Dios Padre de todos. Llámame hereje si creo en una Iglesia que hace de la inculturación su modo de evangelizar. Seré, pues, muy hereje y muy buenista, si eso implica creer en una Iglesia Madre. Por suerte para todos, la Iglesia está, cada día más, llena de estos herejes y buenistas. Constructores de puentes cada día más entregados a hacer de esta, la Iglesia de todos. Católica, es decir, universal.

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