Estos últimos meses, estamos viendo cómo una nueva camada de líderes mundiales apelan al cristianismo y a Dios en sus discursos grandilocuentes y en sus actos con cierto tono agresivo y militante. También lo vemos, de una forma antagónica, no seamos ingenuos, en aquellos que aprovechan cualquier ocasión para criticar y atizar a la Iglesia y a los cristianos, siempre en nombre de la tolerancia, el cuidado y la empatía, la libertad, la solidaridad, el capital, los colectivos que les interesan, la diversidad y el respeto universal hacia todo el mundo, menos al que piensa distinto, dicho sea de paso.
Ante esta situación, me viene a la cabeza aquello de “no tomarás el nombre de Dios en vano” (Deuteronomio 5,11 y Éxodo 20,7). Y es que el poder siempre querrá apropiarse del nombre de Dios, porque hacerse portavoz de su voluntad -o enemigo de ella- no sólo puede legitimar tu postura -con respecto a unos y a otros-, sino que te ubica en un lugar de la Historia. Y eso es capaz de atraer muchos votos, afectos e identidades, algo que ha ocurrido siempre, y que seguirá ocurriendo como hasta ahora. Es la eterna tentación de instrumentar la religión.
Por eso, creo que la llamada de los cristianos no pasa por quedarnos presos de las trampas de las ideologías, que dividen, separan y nos tientan con una cierta superioridad moral que nos hace creernos mejores que otros, sino que está en la autenticidad de vivir el Evangelio con mayúsculas, a veces coincidiendo con unos y a veces con otros. Quizás pueda estar en el hablar sin miedo y sin complejos de un Dios que es amor y que nos lleva a amar a cada ser humano, aunque vote distinto, tenga otra nacionalidad o sea un no nacido, antes de que lo hagan otros por nosotros con segundas intenciones. El mismo Dios de la misericordia que nos llama a vivir el Reino de Dios -sin guerras culturales- en nuestra realidad y en nuestra comunidad, defendiendo la fe y la verdad, la dignidad humana y el bien común y, por supuesto, la libertad profunda, la justicia social y la auténtica fraternidad.
Si los cristianos no hablamos de Dios, no nos quejemos si lo hacen los fundamentalismos por nosotros. El Evangelio no es un término medio ni una tercera vía a la baja, es un camino que sigue siendo válido en cualquier época y en cualquier cultura y del que nadie se puede apropiar, tampoco nosotros.