Al hilo de las noticias sobre sobre la clausura de la fase sinodal continental en Europa celebrada en Praga, leía un artículo de opinión que ponía el dedo en la llaga a cerca de la falta de repercusión y de influencia que tenía actualmente la Iglesia católica en España, y cada vez con un horizonte de mayor irrelevancia. El articulista, como marcan los cánones y es preceptivo en el género y más aún en la prensa actual, arrimaba «el ascua a su sardina». Más allá de subjetividades, o de que tuviera más o menos razón, cuestión en la que no entro, la lectura me ayudó a pensar, sin embargo, en otra cuestión.

El tema que realmente me interesaba es el empeño que los católicos tenemos muchas veces dentro de la propia Iglesia, en andar buscando las diferencias y denunciando los errores del otro que vive su fe desde un carisma distinto o que manifiesta actitudes y opiniones diferentes a las nuestras; o más bien –y peor aún– en crear y generar esas diferencias muchas veces, mayoritariamente, de la nada.

Precisamente, es la diversidad de carismas la que manifiesta de manera asombrosa la grandeza del misterio de Dios y la libertad del Espíritu Santo, que sopla donde quiere. Y que, de esta manera, nos invita a vivir la fe desde una actitud abierta a la novedad y a la sorpresa del Señor que va haciendo nuevas todas las cosas. Orientados e invitados, por tanto, a estar también abiertos a la novedad del otro, sin fisuras ni condiciones ni prejuicios.

Por el contrario, muchas veces seguimos empeñados y aferrados en poner las luces cortas, aún a sabiendas de que el trazado de la carretera se ve peor. Obstinados en generar seguridades a corto plazo, parcelas de protagonismo, puntos de división, grupos cerrados. También seguridades espirituales, lo mío y «que no me lo toquen». A mi manera, y los demás que se adapten porque lo suyo es peor. Colocando etiquetas a los demás, casi siempre generadoras de enfrentamiento y de exclusión. San Ignacio de Loyola nos recuerda que conviene siempre ser «más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla» (EE 22).

La verdad del Evangelio apunta a lo sencillo, a ser semilla y fermento en la masa. Mientras, por el contrario, nosotros andamos obsesionados en hablar de cuotas de poder, en repartirnos las migajas de la insignificancia, alejados y olvidados de la única verdad que debe movernos: Jesucristo nos sale al encuentro y nos llama a la misión y al testimonio –cada uno desde su contexto y según sus dones–. Sencillamente, sin grandes titulares; como propone el mismo Evangelio: «buscad el reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6, 33). Cambiemos las luces cortas por las largas, abrámonos a la comunión y empecemos a trabajar juntos: haciéndonos todo a todos, a tiempo y a destiempo. Lo demás, lo hará el Señor.

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