Pienso que es natural –y hasta un buen signo de salud– el deseo de dar fruto, de ser fecundo, de gestar cambios, transformaciones y producir resultados. Tanto más en la juventud, cuando se siente la flor de la vida y uno se encuentra recién salido del horno de largos años de estudio, aprendizaje y maduración, listo para entrar en la cancha a golear todo lo que entrenó. Digo en la juventud, pero supongo que pasa también entre los adultos y probablemente en todo ser humano: el deseo de dar vida, de dejar huella. ¿No es famoso el sueño de plantar un árbol, tener un hijo o escribir un libro?
Tal vez la cuarentena, el confinamiento, haya sido en este sentido una oportunidad para muchos. No lo fue para mí, y así lo agradezco. No lo fue en el sentido de que el aislamiento vino a sepultar todos mis proyectos –o, al menos, la mayoría de ellos–. Este había sido uno de esos años, tal vez el primero formalmente, que comenzaba planificado de enero a diciembre: grupos de vida semanales (varios), jornadas de formación, retiros, campamentos, celebraciones, convivencias educativas y todas sus reuniones de preparación previas, entre tantas otras cosas. ¡Qué buena oportunidad para ir recorriendo el planificador! Y aunque el instinto me sugiere repetir como mantra, junto a cada fecha: «hundido», yo elijo repetir «gracias». A falta de un planificador, este año tenía varios; los miro todos, los recorro, los contemplo. Me viene la curiosidad –casi morbosa– de preguntarme: ¿a ver dónde estaría hoy? Veo que preparando el retiro de docentes de mañana –en realidad: de Dios sabe cuándo–…
Sigo entretenido, la verdad es que no me aburrí esta cuarentena. El colegio sigue a distancia, lo mismo muchas actividades pastorales que van buscando su vuelta virtual. Han surgido propuestas nuevas, sobre todo en relación a la asistencia de los ancianos y los más pobres, pero no es por eso que hoy doy gracias. No son esos mis aprendizajes de este tiempo. Mi aprendizaje tiene que ver con la experiencia de sentido, incluso, a bajo rendimiento. Mi aprendizaje tiene que ver con esa experiencia: la de encontrar –y disfrutar– el sentido a pesar de que la agenda se haya caído, a pesar de no terminar el día fundido, habiendo pasado incluso unos días de menos vorágine y más calma. ¿Por qué será que nos culpa o avergüenza esto de no reventarnos y descansar, cuanto todo nos obliga a ello?
Si, como iniciaba, es saludable desear y buscar ser fecundo, tal vez no lo sea tanto depender de algunos resultados para creerse fecundo, y mucho menos, valioso. Todos colgamos a las redes las fotos de los días de muchedumbre; ¿quién sube la de la sala vacía, la del naufragio, la del partido perdido? Y aunque desde chicos nos repiten eso de que «lo importante es jugar», probablemente pocos se lo creen –cuando lo escuchan y cuando lo dicen–; que en el fondo jugamos para ganar y que nos aplauden por eso. Pero, «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su vida?». Volver a ese valor y sentido esencial de nuestra vida, aún en el bajo rendimiento, fue mi aprendizaje de este tiempo. Esta mi pérdida, esta mi ganancia.