Se escuchan muchas reflexiones estos días sobre los efectos positivos que toda la crisis del Coronavirus puede dejar en nuestras vidas. Una de las más repetidas habla de la toma de conciencia de nuestra finitud, de la enfermedad y el dolor como parte innegable del ser humano. Sin duda en estos días el famoso refrán «mal de muchos, consuelo de tontos», aunque suena muy duro y parece invitar a quedarse de brazos cruzados, tiene algo de pedagógico respecto a la aceptación de la finitud que a todos nos hermana. Es amargo pensar en todo esto, pero no debemos cegarnos a nosotros mismos. Hace unas décadas el gran tabú eran las cuestiones sexuales. Quizás toca abrir los ojos a otra dimensión a la que volvíamos la espalda pensando que afectaba a otros, como si sólo los vecinos fuesen mortales, y que ahora nos toca mirar a la cara aceptando que también nosotros sufrimos y morimos.

Esto me ha hecho reflexionar mucho sobre el ‘lugar’ del dolor en nuestra vida. Creo que la cuestión del sentido del sufrimiento no tiene tanto que ver con su origen o su porqué, sino con la manera de vivirlo, en concreto. Para ello el punto de partida ha de ser contra toda retórica que, presente a lo largo de la historia y sobre todo en la Iglesia, ha intentado destacar la bondad del dolor, incluso dotándole de capacidades salvíficas. Sin duda la situación actual ha ayudado a sacarnos de uno de nuestros mayores peligros: el de convencernos de que nosotros somos los únicos que sufrimos o los que más lo hacemos. Un simple dolor de muelas nos empuja a creernos la víctima número uno del mundo. Por eso hay que recordar que el dolor es parte de nuestra condición humana, de todos. No nos es fácil salir del propio dolor. Quizás deberíamos comenzar por ahí.

El siguiente paso sería entender y aceptar la vida por entero, sin olvidar que la gente feliz no lo es porque no sufran, sino que lo son a pesar de haber sufrido. La vida es hermosa, pero no porque sea fácil. Y en esta situación actual nuestro esfuerzo debe dirigirse a descubrir que no deja de ser hermosa porque se haya puesto difícil. Así, nuestra fe, esperanza y amor, no son mero producto ‘de pastelería’ sino que aparecen –quizás con más fuerza– ahora que todo parece más oscuro. Y es que vivir es aceptar la vida entera, tal y como ella es. Y no se está menos vivo cuando el sufrimiento hace mella, ni el dolor es una etapa previa indispensable para el gozo, sino que es parte -tan real y tan digna- de la misma vida que la alegría y euforia.

La vida es amor tanto en la alegría como en la tristeza. Es vida es amor en quienes hoy servirán infatigables en hospitales y en cuantos lucharán en los mismos por un trago de aire. Es la misma vida verdadera en las cunas de los recién nacidos y en las camas sobrepobladas de las UCIs. Porque no hay una vida en la alegría y otra distinta en el dolor, sino que en todo es la misma vida y puede, incluso, serlo más cuando parece que todo está cuesta arriba.

Quizás no podemos impedir el dolor, pero sí podemos lograr que no nos aniquile. Porque no creemos en un Dios que manda dolores a sus hijos para fastidiarles, ni siquiera para ponerlos a prueba. Sino que creemos en un Dios que nos da la posibilidad de hacer que dicho dolor sea fructífero. Desde luego lo que nos está tocando vivir es duro, para muchos terrible. Pero lo verdaderamente doloroso sería que todo esto sea inútil… que todo lo que esta vivencia ha desencadenado (gestos heroicos de solidaridad, conjunción de fuerzas en una misma dirección, resiliencia, confianza, etc.) no fuese más que humo de un puñado de días.

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