El inicio de esta gran crisis del coronavirus me pilló viviendo y trabajando en la frontera entre México y Guatemala, con la tristeza de ver el dolor que asolaba (y sigue asolando) España y las situaciones de sufrimiento que se vivían, se viven y se vivirán ante la enfermedad, la pérdida de seres queridos, las penurias económicas que vendrán, etc. A esto se sumaba la rabia de ver cómo un país tan grande como México, y con tanta población vulnerable por vivir al día y por la falta de acceso a la sanidad, pasó muchos días sin tomar medidas e, incluso, con un presidente que bromeaba y animaba a toda la población a no abandonar las calles sino a ir a comer a restaurantes para mantener la economía.

Esta incredulidad ante la pandemia y este no tomarse en serio el problema al principio no fue solo algo presente en los dirigentes o empresarios, sino que la gente de a pie participaba de lo mismo. Pasamos semanas escuchando a personas de Iglesia su no disposición a renunciar a sus celebraciones aunque reunieran a cientos de personas, trabajadores convencidos de que todo eran bulos que venían de China o Europa para perjudicar la economía del país… Pero, sobre todo, para no tomar en serio las recomendaciones que se iban dando, se acudía a justificaciones que antes se habían oído en la misma Italia o España. Son argumentos engañosos que, quizás como mecanismo de defensa, solemos decirnos cuando se acerca una situación difícil y dolorosa. Me dieron mucho que pensar y, creo, que son argumentos que se basan en el egoísmo de las matemáticas. Son expresiones que todos hemos oído (sobre todo en los últimos meses) y que son algo así como: «si cada año mueren miles de personas de gripe por qué preocuparnos por un virus que mata a menos», «este alarmismo hace que olvidemos a las miles de personas que cada año mueren de dengue», «seamos sensatos, este virus no matará ni a la mitad de los que mueren cada año por el narcotráfico», etc.

En cuanto a cifras algo de cierto hay en ese tipo de expresiones, sin embargo, en cuanto al sufrimiento y al cómo enfrentarlo hay varios engaños egoístas. El primero es olvidar que el sufrimiento es un gran misterio que se nos escapa y que no podemos atrapar ni, mucho menos, cuantificar. Ante el misterio hay que descalzarse como terreno sagrado que es y, por lo tanto, cuantificar con el propósito de comparar es deleznable y, posiblemente, pecaminoso. En segundo lugar, cuando hablamos de vidas humanas no podemos olvidar que el valor de cada vida es infinito, y que los infinitos no responden a las reglas del álgebra. Ni podemos pretender saber cómo y cuánto sufre cada una de las personas que rodean a quien pierde la vida.

Con todo ello acabamos cayendo en el egoísmo de relativizar el sufrimiento que nos rodea a base de compararlo y justificarnos con la idea de que hay alguien que sufre más, o de que hay otras realidades que merecen más nuestra atención. En el fondo es el argumento para no comprometernos y para poder mantener y justificar nuestra postura de no renunciar a nuestra comodidad. Temo que en ocasiones gastemos más tiempo en discutir la gravedad comparando sufrimientos que en combatir a los mismos. Parece que habría que preguntarse si no sería mejor comenzar por otras cuestiones que no las cuantitativas, por ejemplo preguntándose cómo aprender a convivir con el dolor para que no nos destruya, cómo convertirlo en algo útil, etc.

El punto de partida ha de ser la convicción de que todo sufrimiento cuenta, independientemente de que sea percibido como mayor o menor que otros. Sólo así se puede dar el salto al verdadero problema del dolor, que no tiene que ver con su magnitud sino con la búsqueda a la que nuestra fe nos invita: no la de encontrar consuelos, sino la de procurar caminos para combatirlo y disminuirlo. Desde luego que no es lo mismo, ante una situación tan difícil como la que nos está tocando vivir, afrontarla desde unas comparativas que nos llevan al inmovilismo, que con la actitud de sacar lo mejor de nosotros mismos para, con lo poco que cada uno puede hacer, plantarle cara.

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