Yo creía saber lo que era un mal momento. De hecho, creía haber pasado muy malos momentos. Pretendí la fortaleza, pretendí la normalidad,… me derrumbé contra mi voluntad y llegué a ser constante en el sufrimiento. Pero he sido testigo de algo más que malos ratos. He estado a los pies de la cama de un joven que se muere de SIDA a los 30 años. Allí la mujer, el hijo, la madre… Eso sí que es fiebre, eso sí que es agonía, eso sí que desgasta la vida.

En nuestro día a día configuramos el currículum de nuestras desgracias, de nuestras malas rachas… El desajuste hormonal, las delicadas relaciones personales, los exigentes estudios, la sequedad en la oración, la insatisfacción en el trabajo, los problemas familiares, querer sin acertar a demostrarlo… Hay además historias dolientes de otros que, sin ser propiamente nuestras, acrecientan ese desasosiego, esa impotencia. Y es que también lo que ocurre a nuestro alrededor, una historia, otra y otra más, nos va cayendo encima en ese ‘suma y sigue’ que en momentos concretos se nos hace interminable.

Y con todo esto cuántas veces me repito que necesito más paciencia, más comprensión, más humildad con mi limitación, para no hacerme más daño, para no hacer más daño. En esos días parecen haberse alineado los planetas para que ni yo me soporte. Y aunque lo de los planetas puede ser una buena explicación, los malos ratos se cuecen bien cerca: en nuestra propia cocina. Circunstancias que se construyen sobre nuestro fondo, sobre nuestros cimientos, sobre esa estructura que parece tambalearse y a la que debemos estar bien atentos, con cuidado. No es tanto pretender la fortaleza, como buscar la tranquilidad; no es tanto pretender normalidad, como pacificar el alma, dejarse hacer y deshacer, y volverse a uno mismo con misericordia y a Dios con confianza.

La vida, en los malos ratos y en los no tan malos, nos va dando lecciones magistrales. Nos las dio ayer, nos las da hoy y nos las dará mañana, queramos o no. En nuestra mano está no hacer oídos sordos a todo lo que nos enseña, a las palabras de consuelo que brotan de un amigo, a la caricia y el abrazo, a la incondicionalidad del amor verdadero. También y sobre todo en los momentos duros, gracias a Dios, podemos quedar en Paz. Esa es la buena cara para el mal tiempo.

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