Dice un sabio refrán que somos «dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras». Por eso, ¿te detuviste a pensar cuántos contratos estás firmando cada vez que le pedís a Dios que se haga su voluntad?
Yo no sé cuándo conocí este refrán, pero a los 16 años se me ocurrió intuir lo que podía llegar a significar esto de que se hiciera su voluntad y decidí dejar de decirlo. Sí, realmente, empecé a rezar incompleto el Padre Nuestro. Todas las mañanas pasaba por una capilla antes de entrar al colegio, y de rodillas desde el fondo rezaba mi acostumbrado: Padre Nuestro, Ave María y Gloria. Bueno, te cuento que un día mi rutina cambió. En realidad, no tanto; seguí haciendo casi lo mismo, sólo que empecé a saltear esta bendita frase: «hágase tu voluntad». Dejé de pronunciarla. Ni a la mañana, ni a la noche antes de dormir. Me había determinado a ser honesto con Dios. Desde el día en que el terror de «su voluntad» empezó a amenazarme, simplemente dejé de pedírselo. No me iba a meter yo en la boca del lobo…
Por si no adivinaste todavía, la amenaza era para mí, en ese momento, una amenaza vocacional. Resulta que yo tenía toda mi vida armada: soñaba con una linda esposa, muchos hijos e hijas y un buen laburo de arquitecto. Te confieso que hasta tenía pensados los nombres de mis hijos; tal vez pretendía controlar demasiado, pero así me salía. Por eso te darás cuenta lo desestructurante, lo aterrador que suponía percibir a lo lejos que se venía ‘la llamada’. Porque creo que uno se da cuenta, y con eso hace lo que puede, o lo que quiere. Y así hice yo: le bajé la persiana, le dije explícitamente que no era ese el momento para llamarme, y en adelante decidí mantenerme bien a distancia de ‘su voluntad’. Y Él, tan amante, tan respetuoso, pienso que tal vez sonriendo con mi ocurrencia, aunque algo entristecido quizás con el regalo que yo estaba rechazando, aceptó mi distancia.
Pero gracias a Dios, no se olvidó de mí. Dios es tenaz en su amor, y aunque no invade, tampoco está dispuesto a darse por vencido, ni está dispuesto a desentenderse de nosotros. Un día, saliendo de Misa, decidió contratacar (amorosamente, se entiende): «¡No vengo a quitarte nada, vengo a regalarte todo…!». Esa frase apareció en mi corazón. Todavía ahora, al recordar, siento la emoción. Eran las ocho de la noche y el sol se acababa de esconder. Las lágrimas inundaron mi mirada y el corazón empezó, tímida y un poco asustadamente, a bailar. «¡No vengo a quitarte nada, vengo a regalarte todo!». Después de aquel atardecer, retomé la frase prohibida en mi oración y ya nunca la solté. Lo que intuí ese día fue confirmándose, y sigue confirmándose, con el tiempo.
Entendí, que cuando Dios llega no destruye ni atropella, sino que levanta, sana, despliega, estalla de vida, sentido, plenitud, alegría. Ese es su querer. Esa su voluntad. ¡Su gloria es el hombre viviente! Su sueño es el Reino, que el Cielo llegue a la Tierra, que la Tierra llegue al Cielo. No sólo en cuanto a lo vocacional, obviamente.
Hoy se lo ruego de corazón. Hoy es lo que más quiero. Su voluntad es un sueño de amor que quiere regalarnos todo. Y aunque de a ratos puede dar miedo, y hasta terror (el mismo Jesús lo atravesó), ojalá nunca olvidemos que el que sueña, desea e invita es el Dios de la Vida y la Ternura. No hay ningún riesgo, sino al contrario, en firmar con Él.