Cuando andamos con el deseo de que las cosas de Dios sean algo importante en nuestra vida, la pregunta surge inevitablemente: ¿Qué querrá Dios de mí? ¿Cuál es mi vocación? ¿Qué vida me hará feliz?  Y esto pasa cuando alguna vez nos planteamos qué hacer en la vida, pero también cuando ésta nos lleva a encrucijadas en las que toca elegir. Pensar que Dios tiene un sueño para mí es algo que a la vez ilusiona y asusta. El miedo surge al pensar que yo tengo mis planes, y puede que éstos y los suyos no vayan de la mano. Y la ilusión viene porque si Dios tiene un sueño para mí sólo puede ser un sueño de felicidad, y es que cuando hemos sentido a Dios cerca en nuestras vidas la felicidad que lo acompaña es de una hondura que nos sobrecoge.

El reto es cómo ir descubriendo, discerniendo a qué soy llamado. La faena es que para esto no hay recetas, pues Dios no acostumbra a mandarnos un sms ni ángeles mensajeros. Pero es un camino que tú y Él recorréis juntos, en el que si te fías sabes que todo irá bien. Podemos irnos de retiro al Tibet, apuntarnos a yoga o leernos libros enormes de espiritualidad para tratar de averiguar por dónde nos llama el Señor. Pero también podemos mirar nuestra vida con otros ojos, con una sensibilidad nueva que atraviese la superficialidad en la que se nos empuja a vivir. Y así, en nuestros encuentros cotidianos, en nuestros enfados y alegrías, en la injusticia que palpamos, en la rutina de nuestro trabajo o en nuestros éxitos y frustraciones iremos descubriendo una Presencia callada que nos llama, que nos invita a salir de nosotros mismos, a darnos, a anunciar que el Señor está vivo porque la muerte no tiene la última palabra, y que tiene algo que decirnos. Para mirar de esa manera tenemos que aprender de los ojos de Jesús. Esos ratos de silencio, solos tú y Él, durante los que la relación, casi sin darnos cuenta, va creciendo y el cariño fluye. En los que pasaremos momentos de muchas emociones, cuando toda nuestra persona vibra; y otros muy secos, que nos cuestionan, nos aburren y en los que nos jugamos la fidelidad de la amistad. Además, tenemos la suerte de andar este camino en comunidad, con otros hermanos y hermanas, que nos ayudan a que los miedos no nos venzan, en los que vemos testigos del paso del Señor y que nos animan a seguir buscando y encontrando la voluntad de Dios.

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