Fue hace unos veinte años cuando caí en la cuenta de que mi vida no me pertenecía. Aquel descubrimiento me vino como una certeza. Yo iba de monitora de un grupo de jóvenes en un Camino de Santiago. Fue una experiencia de «estar para los demás», pendiente todo el tiempo de sus comidas, sus espaldas, sus pies, sus mochilas, sus descansos, sus estados de ánimo, sus espíritus, su fe… Agotador y absolutamente maravilloso. Y me vino aquella especie de revelación: yo quería vivir una vida de entrega.

Así he intentado que fuera desde entonces: en mi día a día, con la gente que me rodea (familia, amigos, pareja…), desde mi profesión, desde los tiempos libres que he llenado de acompañamiento de jóvenes, voluntariado, campos de trabajo, acampadas, catequesis…Nunca me he planteado si había otra forma de vivir. Hoy, tras muchos años, no he cambiado de opinión, pero, en mi eterna pregunta «¿Qué quieres ahora de mí, Señor?», la respuesta me da más miedo que nunca.

Actualmente me encuentro en un momento de encrucijada profesional. Una parte de mí me dice que ya es hora de escucharme y de dar el salto hacia aquello a lo que quiero dedicar más tiempo. Entonces siento una gran ilusión, un cosquilleo emocionante, y me digo: «Sí, allá voy, allá voy». Pero la otra parte me dice que no, que debo quedarme aquí, donde estoy, haciendo lo que hago, que es mucho más sufrido y sacrificado, porque eso es lo que Dios quiere.

¿Eso es lo que Dios quiere? ¿Y si lo que quiero no lo quiere Él? ¿Tengo derecho a decir que no? Y si no lo tengo, ¿en qué me convierte eso? ¿En una esclava? ¿O en una mala cristiana? Para mí ciertamente esto es un dilema. Me imagino a Dios bandera en mano (no sé exactamente qué bandera), pidiéndome subir a la barca y surcar un mar lleno de olas que no tengo la seguridad de querer surcar. Me lo imagino diciéndome que debo complicarme un poco más la vida, que debo tirar la piedra más lejos, que debo dar más, que debo adentrarme en caminos más complejos y dejarme de «tontos cosquilleos» para pensar en los demás.

Tengo miedo, Señor, hoy más que nunca. Miedo a decirte que no, y miedo también a decirte que sí. Miedo a ser demasiado cobarde para lo que puedas pedirme, y miedo también a desoír lo que yo tengo que decir acerca de mi vida. Miedo a no seguirte, y miedo también a que seguirte me lo revolucione todo ahora que busco aguas más calmadas.

Sin embargo, como Dios siempre habla (eso sí, poquito a poco: hoy te suelta una palabra, dentro de unos días te suelta otra, al cabo de otros días te completa la frase…), creo que me está ayudando a entender varias cosas: que no debo temer a Alguien que me ama mucho y bien; que sí, que ya sabe lo que mi corazón sueña, el pie del que cojeo y también que no quiero defraudarle; y que nunca me dejará tirada en esto que es la vida. Y me ha asegurado una cosa: que JUNTOS encontraremos una respuesta.

No se me ha quitado el miedo aún, pero vivo con mucha más paz porque sé que lo que hay entre Él y yo es una relación de equipo. Ya no soy solo yo la que pregunta. Él también me dice: «Almu, ¿qué te parece si…?». Y siempre añade: «Yo pondré mi parte, no te preocupes». Yo sonrío y suspiro. Y le digo, como dijo Pedro: «Tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero».

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