En este mundo pandémico nos hemos acostumbrado a ver al otro como una amenaza, como algo a esquivar y de lo que protegerse. Si ya caminábamos cada vez más solos y ensimismados, de pronto encontramos la excusa perfecta que nos daba la razón en nuestro miedo y dejamos de mirar a los ojos para buscar infructuosamente encontrarnos a través de las pantallas.
Pero el prójimo sigue estando ahí. Y es que a Dios se le encuentra en lo profundo de uno mismo, en los sacramentos, en la creación y en el prójimo. Cuando levantemos la vista de las pantallas reales o metafóricas a través de las cuales creemos que vemos el mundo, el prójimo estará ahí, esperando.
Nos encontraremos otra vez con otros ojos, puertas de entrada a vidas tan ricas, complejas, valiosas y habitadas por Dios como la nuestra. Nos encontraremos con el otro, que nos interpela, acompaña, consuela, completa, hiere y cura. Nos encontraremos con el otro que nos refleja, nos busca, nos vacía y nos llena, nos agita y nos calma, nos fatiga y nos alienta.
Nos encontraremos con otras manos con las que construir juntos, con la enorme riqueza de otras voces, otras visiones del mundo. Sentiremos la profunda alegría de reconocer y ser reconocido, de saber que le importamos a alguien, que alguien sabe de nosotros, nos busca y nos elige para caminar, para vivir, para crear, para ser de forma completa. Descubriremos el goce de cuidar y ser cuidados. Cartografiaremos de nuevo el corazón humano en toda su belleza.
Nos encontraremos con una frontera que no es zanja, alambrada ni muro, sino espacio de encuentro, acogida y descubrimiento. Y allí estará Dios, a su vez buscándonos desde el prójimo, como hace siempre.