Durante los últimos días estamos siendo partícipes de una gincana electoral sin precedentes: aspirantes a líderes que aparecen en una playa improvisada, el presidente del Gobierno en El Hormiguero o él mismo haciendo de entrevistador a sus propios ministros. Pero, ¿cuál es la razón de toda esta parafernalia?
Viendo a los políticos poco menos que haciendo piruetas, me viene a la cabeza el pensamiento del filósofo alemán Jürgen Habermas, que plantea la existencia de un mundo de la vida –nuestro ámbito– donde las personas se comunican, discuten y llegan a acuerdos. Este mundo habría aumentado de tamaño en el último siglo pero, paradójicamente, ha perdido su impulso crítico debido a la invasión del sistema a través de los medios de comunicación y las redes sociales.
Hoy en día creemos que tenemos un papel activo porque podemos expresarnos en Twitter y demás redes, pero no nos damos cuenta de que la falta de filtros y la sobreinformación contribuyen a la manipulación. Los políticos se sirven de estas tácticas porque no quieren individuos conscientes y críticos, sino una masa que se deje llevar por el populismo mientras que ellos esconden sus intenciones de forma sibilina. Habermas llamó a este tipo de discursos acciones estratégicas, que impiden el ansiado entendimiento, que parece ser hoy un mito inalcanzable.
Para que una sociedad democrática funcione, el entendimiento debe ser la finalidad del lenguaje y sus dirigentes deben desempeñar la acción comunicativa en una asamblea libre, igualitaria y predispuesta a alterar su parecer para alcanzar acuerdo común, siempre teniendo en cuenta el bien del pueblo. No obstante, la desesperación por estar bajo el foco y de ganarse un puñado de votos de la clase política ha hecho que se olviden de este bien común y son incapaces de llegar a un acuerdo. En tal situación, la lucha encarnizada por el poder pasa a pertenecerles a ellos, pero nosotros somos las víctimas de la confrontación del sistema.