Camuflado bajo este término anglosajón que puede resultar inofensivo o bobalicón está un hecho que puede ser muy cruel. Hoy se usa la palabra ghosting para representar el hecho de romper una relación simplemente desapareciendo. Dejas de atender sus llamadas, no contestas a sus mensajes, le bloqueas… en definitiva, desapareces de su vida sin decir nada y sin dar oportunidad a dar explicaciones, o a pedirlas si eres la parte afectada. Quien rompe se convierte en un fantasma.
Al margen del hecho que ha podido ocasionar una ruptura, o de quién es culpable y quién víctima, este tipo de situaciones no deberían darse sin un diálogo de por medio. Bien es cierto que hay circunstancias que lo dificultan o simplemente lo impiden. Aun así, un trance de este tipo no debería solventarse sin una conversación. Pero mantener esta conversación es a veces sumamente difícil. O incómodo. O indeseable. Y preferimos desaparecer.
El ghosting es un síntoma más de esta sociedad que vivimos. Una en que nos ponemos a nosotros los primeros de la lista; en que tratamos de evitar el sufrimiento o las situaciones incómodas; en que buscamos la vía fácil o el camino rápido, evitando así toda circunstancia o persona que nos impida lograr lo que buscamos.
Construir una relación, sea del tipo que sea, debe hacerse con lentitud, con curiosidad, mucha paciencia y poniendo mucho cuidado. Solo con diálogo conseguiremos abonar el terreno donde crezca el cariño, el respeto y el amor. Un amor con vocación de permanencia y durabilidad, porque nadie empieza ninguna relación de verdad con la finalidad de acabarla. Pero si esta acaba, ese fin hay que ponerlo a la altura de la relación que se quiso construir. Y ahí tampoco debe faltar el diálogo, uno en que, con sinceridad y honestidad, se dé la oportunidad de explicar, de dar razones, de preguntar y de desahogar. En definitiva, de cerrar la historia. Y cerrar una historia adecuadamente ayuda a cerrar una herida de una manera sana.
El ghosting no ayuda a que eso ocurra, y es que lo que no se dice no termina desapareciendo, como algunos pueden creer. Esas palabras que nunca dijimos se quedan a vivir dentro de uno por siempre, en forma de pequeños cristalitos rotos que se clavan, que hacen pequeñas heridas, que tintinean dentro recordándote una y otra vez lo que quisiste decir o explicar, aunque el adiós ya fuera inevitable.
Saber despedirse, saber romper una relación, puede ser un acto de respeto y cariño hacia la otra persona, hacia la historia que se tuvo con ella y también hacia uno mismo. Aunque la ruptura no evite el dolor que produce el amor o la amistad perdida. Al menos, se deja espacio para las últimas palabras, para el vaciado de uno mismo, para el adiós consensuado y para el final. Y esa herida que queda, ese dolor inevitable que nos provoca el hecho de que «no pudo ser», estará más preparado para empezar a remitir.