Dice un refrán conocido:
“No hay tiempo que no se llegue,
ni plazo que no se cumpla”.
De las cosas que más me cuestan,
sin duda que son las despedidas.
Decir “¡hola!” siempre me resulta fácil,
decir “¡adiós!” me desgarra el alma.
Suelo engañarme diciendo “¡hasta pronto!”
Cuando de sobra sé que quizá no será.
¡Ah! Las impostergables despedidas.
¡Tantas veces he querido huir de ellas!
Desvanecerme, desaparecer, olvidar.
Salir corriendo como un cobarde
para no tener que ver la luz de esos ojos
posiblemente por última vez brillar.
Un vacío hondo en el estómago,
un nudo agudo en la garganta,
un suspiro bien profundo,
un dolor asfixiante en el pecho,
un corazón que late enloquecido
y una lágrima que de caer se espanta.
Me aferro a los buenos recuerdos,
sin apegos y sin falsos sosiegos.
Las palabras entonces sobran,
es mejor que calladas se escondan,
porque si el aliento las pronuncia,
a lo mejor con su filo quiebran la voz,
rompen las frágiles fortalezas de mis ojos
y liberan las lágrimas de su interior.
Es mejor callar. Sonreír tímidamente.
Confiar en que el silencio es más fiel,
y con afecto profundo abrazar.
Sentir la calidez de la presencia,
que la frialdad de la ausencia
muchas veces intentará olvidar.
Es mejor confiar en que nada es casualidad.
El buen Dios que nos encontró,
en su amor nos permitirá caminar.
Para los corazones amigos,
las fronteras están de más,
porque el tiempo y el espacio no existen,
cuando las personas tratan de amistad.
Creo en la comunión de los Santos.
Aunque el jesuita sea el hombre que se va.
Se va, pero siempre llega sin tardar
a otro destino para otra misión comenzar.
Entonces ha llegado la hora,
de arreglar pendientes y de empacar.
Con discreta elegancia dejo una nota
con este sencillo verso antes de la puerta cerrar:
“El jesuita
lleva en el corazón la fe,
en el pecho fortaleza,
los libros en la cabeza
y siempre en el aire un pie”.
Agradezco en silencio y camino sin mirar atrás.
Confío que El que me ha llamado,
está siempre conmigo todos los días
y nunca me dejará claudicar. Amén