Después del terremoto político en Murcia y Madrid de los últimos días, una de las metáforas más recurrentes en las crónicas ha sido la de la partida de ajedrez rápida. La mañana del miércoles, y la del jueves, fue una sucesión de giros inesperados, declaraciones atropelladas, valoraciones sobre la marcha y caza de la última hora. Como muchas veces en nuestro mundo actual, el que más rápido tuiteaba, era el que triunfaba.
Los análisis se amontonaban y desmentían al anterior con una rapidez pasmosa. Pronto las noticias quedaban obsoletas y el nuevo movimiento político copaba los titulares. En una especie de ejercicio de «más difícil todavía», nuestros representantes se esforzaban en sorprendernos con su audacia, lanzándose órdagos y queriendo imponerse demostrando una inteligencia superior. De ahí que la comparación de dos ajedrecistas luchando contrarreloj por el control del tablero pareciera que ni pintada.
Sin embargo a los que nos gusta el ajedrez –y entendemos algo de las sutilezas del juego– no ha dejado de chirriarnos esa metáfora. Porque a lo que hemos asistido tenía más de partida de balón prisionero que de ajedrez. Hemos visto cómo nuestros representantes fintaban, golpeaban y celebraban el dejar fuera de juego al adversario. No ha habido nada de reflexión, de estrategia, de respeto al oponente y de buscar la victoria mediante la inteligencia, en lugar de mediante la fuerza.
No hemos visto a nuestros representantes hacer política, ni siquiera la guerra –que es, al fin y al cabo, lo que realmente representa el ajedrez–. Les hemos visto, una vez más, sumidos en el barro, golpeándose desde la entraña y el enfado, atacando por la espalda, a escondidas,… no en vano los relatos de las reuniones casi siempre tienen el escenario de conversaciones telefónicas a altas horas de la madrugada.
Ojalá nuestra política se pareciera más al ajedrez, en el que la victoria está del lado del que es capaz de dar soluciones creativas y honorables, rápidamente pero no impulsivamente. La reflexión tiene que estar por encima de la visceralidad para ganar la partida. Y al otro lado del tablero toca reconocer la derrota sin aspavientos, sin lanzar el tablero por los aires, sabiendo que las piezas se vuelven a colocar y la partida vuelve a empezar.
Cabe una reflexión final. ¿Preferimos ver un partido de balón prisionero o una partida de ajedrez? ¿Cuál nos resulta más entretenido? Porque dependiendo de las respuestas que nosotros demos a estas preguntas podremos exigir un comportamiento u otro a nuestros representantes. Parece que se acercan elecciones –o no–, recordémoslo cuando vayamos a votar.