Estas pasadas semanas de campaña electoral –y las siete que nos quedan hasta los comicios adelantados del 23 de julio– hemos oído y seguiremos oyendo hablar mucho hemos oído hablar mucho del bien común. O no tanto.

Porque el bien común, que es todo aquello que permite a la colectividad y a los individuos particulares que la componen el logro más pleno y más fácil de la perfección, ha ido sustituyéndose en el habla de los políticos por algo menos exigente, desde el punto de vista moral: el interés general. En oposición a los intereses particulares de individuos o grupos. O eso creíamos.

Porque el interés general, en los últimos tiempos, se está construyendo como una simple agregación de intereses de parte a los que se va dando satisfacción por la vía legislativa explorada con urgencias injustificadas y oídos sordos a cualquier consejo de mínima prudencia. Pintar como querer.

Me dio por pensar en el bien común el otro día cuando vi a dos muchachitas (quinceañeras en nuestro idioma aunque frisen la veintena) arrancando un par de flores muy vistosas y coloristas de un arriate en una plaza pública. Encantadas con su trofeo, lo olisqueaban y contemplaban con delectación. Muchas veces creemos que el bien común está hecho de grandes proclamas en torno a la sanidad, la educación, la atención a los mayores o la pulcritud en el manejo de los fondos públicos, asuntos todos ellos de capital importancia.

Pero no caemos en la cuenta de que privar a los demás de la contemplación de esas florecillas que festonean el gris de la acera es una forma también de atentar –la palabra es demasiado grandilocuente, lo sé, pero conviene al razonamiento– contra el bien común. Y así vamos construyendo una sociedad en la que el egoísmo nos hace apropiarnos en provecho propio de aquello que está pensado para todos. Y evidentemente no podemos echar mano del fácil recurso de culpar a los políticos: las florecillas no las arrancó ninguno de los candidatos, ni de derechas ni de izquierdas.

 

Te puede interesar