Ahora es Brasil, antes la vieja Europa. Aunque no lo queramos, no nos guste y nos escandalice el auge de los extremos vuelve a nuestras sociedades. Desde hace unos años estamos asistiendo al retorno de un discurso agresivo que juramos no volver a repetir. La corrupción, el hastío y la falta de ideas nuevas ha hecho que líderes que hace décadas serían vistos con una mezcla de rechazo, curiosidad e indiferencia ahora sean escuchados y aclamados. El discurso ya superado por todos se vuelve de pronto novedad y cura de todos los males para algunos.

Basta con repasar la historia de Europa en el siglo XX para identificar factores comunes: la crisis que ha hecho que los hijos vivan peor que los padres, instituciones que ya no son capaces de responder a los retos del ahora, propuestas simples con tintes xenófobos y una idea de nación hipertrofiada capaz de solucionarlo todo. Cambian las banderas y los himnos pero la raíz es la misma: el desprecio a lo contrario. Esa infantil manía de echar la culpa al diferente. Hace décadas fueron los judíos, los masones o los comunistas, ahora se responsabiliza los inmigrantes –pobres, por supuesto–, los hay que ponen en el punto de mira a los imperialistas –véase UE, EE.UU., China e incluso a la antigua URSS–, los del centro se defienden de los de la periferia y los de la periferia de los del centro.

¿Quién no ha sentido nunca que surgía una chispa de amistad con un conocido mientras criticabas a un tercero? El enemigo común une. Mucho. El problema surge cuando te das cuenta de que ese enemigo no era tan malo o, incluso, que tú estás a su nivel. Una nación arraigada en el odio y en el rencor acabará estampándose contra su propia realidad. La inquina y la aversión por el otro nunca pueda ser nexo de algo que pretenda perdurar. A no ser que queramos volver al pasado habrá que cambiar la euforia de las banderas por la serenidad de la palabra, las recetas del pasado por soluciones constructivas y el odio al otro por la autocrítica sincera. De lo contrario, estamos fastidiados.

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