Europa está vieja. Está vieja, instalada en sus convicciones de vieja aristócrata que aún no sabe que el Antiguo Régimen tiene los días contados. Afanándose por bailar en el salón de los espejos ese terrible juego del gato y el ratón entre marquesas y duques de rancia alcurnia. La vieja Grecia, la orgullosa Alemania, la gran Francia… bailan, bailan, poniéndose las máscaras en este gran teatro, mientras se clavan alfileres por la espalda, a ver quién consigue mostrar más dominio de la estrategia. Vieja Europa, que solo se pone de acuerdo para apuntalar las puertas de entrada, no vaya a ser que se cuele la chusma en sus salones. También los jóvenes entran en ese juego, disfrazados de rebeldes; son, quizás, la nueva diversión, el no va más de esta temporada, con sus declaraciones irreverentes y su grito entusiasmado contra el sistema que reproducen en cuanto tienen ocasión.
Y mientras Europa se preocupa por conservar privilegios, seguridades y bienestares, y deshoja la margarita preguntándose si es legítimo dejar caer a uno de los suyos, no se da cuenta de que hay un mundo amplio pujante y joven, un mundo de rasgos asiáticos que lentamente va tomando la delantera. Movido por la ambición de quien no tiene nada que perder y mucho que ganar. Por el impulso de quien quiere crecer. Por el coraje de quien hace ya tiempo dejó de creerse que el centro del mundo estaba en otro lado.