Las palabras no solamente nos sirven para hablar. Las palabras mismas nos hablan. Incluso, a veces, nos pueden hablar de Dios.
Hoy quisiera hablar de una palabra aciaga. Yo mismo, cómo no admitirlo, la he visto tantas veces con temor, con desafecto, con enfado incluso. Y la palabra no es otra que trabajo. Si ya muchos no se habrán emocionado con el tema filológico de este artículo, me temo que sólo empeora.
Es muy curiosa la etimología de esta palabra: tripallium. Cualquiera diría que no puede ser, mucho no se asemejan, pero confíen en mí, las reglas del tiempo confirman el parentesco. Y tripallium, como el propio nombre indica, son tres palos. Es decir, una cruz. Una cruz, además, que se cree que era reservada para los esclavos y para la tortura, lo más ignominioso posible.
Comenté este hecho al salir de clase, emocionado por lo aprendido, con unas amigas. Menudo debate, qué información funesta llevé. Porque ellas comulgaron con la idea, sí. El trabajo es una cruz, es un castigo divino, es una cosa horrible que solo produce mal. Y yo no podía sino disentir. El trabajo es connatural al hombre, es parte de sí. Es la manera que tenemos de santificarnos y de santificar el mundo, de construir el Reino. Y, sobre todo, es a través del trabajo que podemos cumplir nuestra vocación.
Recordemos: la cruz era la vocación de Jesús, así el trabajo es nuestra vocación. Entonces pues, no hemos de ver el trabajo como instrumento de tortura, sino que hemos de verlo como herramienta de Resurrección.