Aunque nos cueste confesarlo, nos encantan las palabras. Las mimamos, miramos, creamos y recreamos, e incluso construimos con ellas todas esas conversaciones que casi nunca tenemos. Las soltamos valientes con pinta de inocuas y de repente explotan, o se nos escapan tímidamente haciendo que broten buenos frutos que nunca hubiéramos imaginado. En ocasiones pensamos que son nuestras obras las que deben hablar más fuerte que nuestras palabras y, sin embargo, nos encontramos con que las palabras que hemos ido dejando por el camino amenazan de muerte lo que hacemos, lo que somos. Porque usar las palabras tiene mucho de obra.
Dice un compañero jesuita, con conocimiento de causa y mucha razón, que el lenguaje es territorio de discernimiento. Si nos ponemos a escuchar en serio lo que late detrás de aquellas palabras que dirigimos o recibimos, posiblemente descubramos a ese Dios que nos lleva a más y llena toda una vida o, por el contrario, desenmascararemos los engaños que nos alejan de Él.
Necesitamos verdad en las palabras. En las propias y en las ajenas. Porque nos cansa la desconfianza y llevamos más de una herida de palabras que se escaparon fuera de control y terminaron estrellándose contra algo o alguien que nos importaba de verdad. Agradecemos todas las iniciativas de fact-checking”(verificación de hechos), pero el deseo de verdad va más allá. Va de elegir cómo queremos vivir nuestra relación con esas palabras que transforman nuestro mundo, siendo conscientes, como dice el Papa, de no comenzar ninguna guerra con la lengua.
Palabras. Cada uno tenemos una teoría sobre cómo deberíamos usarlas. Y es que, a veces, la mejor obra es esa palabra a medida que regalamos. O, por el contrario, aquella que espera prudente cuando elegimos el silencio. Nos jugamos mucho. ¿Qué quiero hacer hoy con mis palabras?