No me gusta. Ya no aguanto más. Tengo derecho. Me lo he ganado. Siempre me hacen la misma. Ya está bien. Si me hicieran caso…

Y así podemos seguir durante un buen rato. Porque hay a quienes nos va la queja. Que no es una cosa buena, pero oye, como que da gustito. Y uno sabe que la cosa terminará mal, que la queja suele deslizarse por una pendiente resbaladiza –no la de la falacia, sino una bien concretita y real–, y se parece a esa cena ansiosa que te metes entre pecho y espalda al llegar a casa después de un día largo y complicado. Sabes que luego en la cama te arrepentirás, pero continúas tragando como un pato francés. E igualmente sucede con la queja: sabes que terminarás amargándote más y siendo injusto con la realidad, incluso haciendo daño a alguien. Y, con todo, le damos rienda suelta. Que ya llegará el momento de parar, arrepentirse y cambiar de actitud.

En todo esto andaba yo pensando el otro día cuando, a la búsqueda de mi siguiente libro, leí aquel título sobre uno de los lomos apilados en la estantería: “La cultura de la queja”. Y como ando con eso de cerrar el curso y examinarlo con vistas al próximo, mi conciencia dijo: “este pa ti”.

Seguí pensando, ahí quieto frente al libro, en que normalmente lo que nos saca de una espiral de queja es el tirón de orejas que algún amigo, compañero o familiar nos da. O Dios. Tirón que nos hace caer en la cuenta de algo por lo que dar gracias; agradecimiento que, cuando lo reconocemos, nos hace ver con una nueva luz todo aquello de lo que nos quejábamos. Y no era para tanto, nunca lo es. Cómo cambia la cosa cuando uno empieza por dar gracias y luego ve las cosillas que se pueden mejorar. Viejo zorro Ignacio con su examen.

Así que, para el próximo curso, espero ahorrar a los otros la tarea. Me bastaré yo mismo para darme esos tirones. Y Él, claro. Lo dicho, el próximo curso, me propongo quejarme menos y comenzar antes por ser agradecido.

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