Un poco de gasolina sería suficiente para que una casa ardiese. Así de fácil: unas gotas en las cortinas, otro tanto en aquella alfombra. Bastaría una simple cerilla –una chispa– y toda la casa ardería de arriba a abajo. Igual ocurría si utilizáramos gasolina en la cocina de un colegio, por ejemplo. O en una biblioteca. O en la parroquia de nuestro barrio. Se necesita simplemente el contenido de un vaso –una cantidad mínima– para desencadenar una tragedia.

De la misma manera que una pequeña cantidad gasolina puede provocar una desgracia, los insultos y los ataques verbales a una comunidad concreta o a un colectivo determinado pueden acabar en algo mucho peor. Como dijo el Rabino Abraham J. Heschel, activista histórico de los derechos humanos en Estados Unidos: «el Holocausto no empezó con tanques y hornos crematorios, empezó con palabras malvadas, con lenguaje difamatorio y propaganda».

Europa está viviendo uno de los repuntes más graves de ataques antisemitas de los últimos años. Los ataques a la comunidad judía llegan de diversos puntos: desde el populismo político hasta el islamismo radical pasando por el antisemitismo ‘clásico’ de la ultraderecha, cada vez más desinhibida a la hora de insultar o marcar. Los insultos por llevar una kipá –la tradicional gorra ritual portada por varones judíos– o las pintadas en la pared de una sinagoga han sido la antesala de ataques terroristas y asesinatos. En Toulouse, en 2012, tres niños fueron asesinados en una escuela judía. En 2017 –en un barrio de París– fue asesinada Sarah Halimi, una médico jubilada de 65 años. El año pasado, Mireille Knoll, una anciana de 85 años, superviviente del campo de concentración de Auschwitz, fue acuchillada en su apartamento. Como Halimi, Knoll vivía en un barrio a las afueras de París. A principios de este año, más de ochenta lápidas de un cementerio judío cercano a la ciudad de Estrasburgo aparecieron pintadas con símbolos nazis.

Hace unas semanas, el responsable de la lucha contra el antisemitismo en Alemania recomendó a los judíos que no portasen la kipá para evitar ataques y agresiones. En el corazón de la Europa democrática, cultural y avanzada, el simple hecho de portar un símbolo religioso puede ser motivo para ser agredido o insultado.

La caída del muro que separó a los europeos trajo un tiempo de esperanza. La desaparición de las dictaduras del Telón de Acero y la pacificación del continente trajo consigo aceleró el proyecto de una Europa unida y en paz. Ahora vivimos tiempos de incerteza. Una especie de nube pastosa parece haber cubierto el continente. A la inestabilidad política se le suma la crisis económica –de la que no sabemos si quiera si salimos, estamos saliendo o aún seguimos en ella–. Los partidos populistas ganan adeptos y las instituciones han perdido toda la credibilidad. Ante esta situación podemos recordar las palabras que pronunció el papa Francisco a los dirigentes europeos en marzo de 2017: «Europa vuelve a encontrar esperanza cuando no se encierra en el miedo de las falsas seguridades. Por el contrario, su historia está fuertemente marcada por el encuentro con otros pueblos y culturas, y su identidad […] Europa tiene un patrimonio moral y espiritual único en el mundo, que merece ser propuesto una vez más con pasión y renovada vitalidad, y que es el mejor antídoto contra la falta de valores de nuestro tiempo, terreno fértil para toda forma de extremismo».

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