A lo largo de estas últimas semanas Francia –y parte de Europa– está sufriendo distintos atentados por parte del terrorismo islámico. Y como ocurre siempre con este tipo de violencia, el daño no se limita solo a las lágrimas y a la sangre derramada, sino que conmociona y llena de estupor, preguntas y miedo al conjunto de la sociedad. En este cóctel maldito parece que se combinan la violencia, la religión y las nuevas formas de comunicación, permitiendo así que el virus del odio se mueva más rápido que cualquier conato de reflexión serena.
Por mucho que se quiera, el debate no puede centrarse solo en el fenómeno religioso o en la libertad de expresión, pues se pueden obviar dinámicas sociales y culturales que seguramente tengan mucho más impacto de lo que los titulares muestran. Una ideología hará pensar que todo es culpa del Islam y de la inmigración, sus vecinos de enfrente aprovecharán para meter en el saco a todas las religiones, reduciendo la fe a fanatismo y considerando que los violentos solo actúan si hay una guerra santa de por medio, para proclamar después que el ateísmo es la solución para todos los problemas.
Quizás la respuesta es mucho más honda de lo que creemos y apunta a algo que a veces incluso a las religiones se les escapa: la auténtica búsqueda de la verdad, el paso de un dios negado o manipulado a un Dios que es bien, verdad y belleza. De la fe superficial a la fe profunda. Ningún cristiano, judío o musulmán que viva su fe de forma madura y auténtica podrá empuñar un arma en nombre de su creencia. La pérdida de la brújula de Dios y del deseo profundo y auténtico de la verdad hace que en muchos casos ya no se distinga con claridad el bien del mal y se lleven a cabo auténticas barbaridades como las que estamos viendo estos días.
Nadie duda de que el fenómeno de las religiones será uno de los grandes retos de la Europa del siglo XXI y que es necesario hilar muy fino. Solo desde un conocimiento profundo de la verdad podremos distinguir el bien del mal y se podrá construir así la paz y el progreso de todos los pueblos, de lo contrario convertiremos a la religión en una excusa más para la división y el enfrentamiento. Si jugamos a que Dios y la verdad no existen, al final nos creeremos que todo está permitido, y las consecuencias nos las podemos imaginar.