Una amiga de la parroquia me contaba, sin punto de desazón, que no encuentra el momento de hacer ejercicios espirituales desde junio: un funeral, una boda, un retiro en el que hace pastoral y la propia familia han ido postergando todos los intentos para incorporarse a alguna tanda en junio, septiembre, octubre y así hasta final de año. Ella lo estaba viviendo como una renuncia que el Señor le estaba pidiendo hasta que una monja amiga le hizo ver la realidad desde otro punto de vista: por algún motivo –le decía– no había llegado su momento de hacer ejercicios a los ojos de Dios. Esa explicación la tranquilizó.
Pero a mí me hizo pensar. Llevaba días dándole vueltas a unos carteles publicitarios en las marquesinas de los autobuses que invitan a pasar por una clínica de fertilidad: «Es tu momento de ser madre». Y desde entonces he caído en la cuenta de cómo la publicidad explota el momento para vender ¡ya! la mercancía que pregona: «Los niños por fin duermen, empieza nuestro momento». Se trata de una conocida estrategia de mercadotecnia para mover al potencial cliente a la satisfacción inmediata de una necesidad inexistente o, cuanto menos, postergable.
Por eso resulta tan peligroso mezclar el lenguaje de la publicidad con el anuncio del Reino como si se tratara de un producto más que se le ofrece justo ahora a la clientela. El único Señor del tiempo reclama también su momento, insondable para nuestras limitadas entendederas. No es nuestro tiempo, sino el suyo. Solo nos queda esperar –raíz de nuestra esperanza– como bellamente expresa el salmo De profundis: «Mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora».