El corazón es uno de los mejores símbolos con el que el merchandising publicitario envuelve nuestras vidas, ¿pero por qué? Tal vez porque lo identificamos con ese rincón íntimo y personal, anidado en el corazón de nuestra existencia, de donde brotan y se anidan todos nuestros sentimientos. Este lazo entre el corazón y los sentimientos –aunque sabemos que biológicamente no es su función–, se pierde en la bruma del tiempo, hundiendo sus raíces en el antiguo Egipto. Allí, los pioneros de la medicina –más sacerdotes que médicos– veían el corazón como el manantial de las emociones, los sentimientos y la voluntad. De hecho, durante el Juicio del Más Allá, se ponderaba el propio corazón del difunto, en un ritual que simboliza la trascendencia de este órgano más allá de lo físico. Este concepto fue heredado por griegos y romanos, que lo embarcaron en un viaje a través de los siglos que nos ha llevado hasta hoy, donde abiertamente ya decimos cosas como «Corazón que no ve, corazón que no siente» o «Llevar a alguien en el corazón».
Desde entonces, un simple trazo ideográfico en forma de corazón ha capturado algunos de los aspectos más intangibles y universales de la humanidad: el amor, la pasión, la vida misma, el cuidado, el alma. Sin necesidad de florituras, es algo que todos entendemos. Como seres humanos, solemos confiar en lo que podemos reconocer sin problemas, y por ello, nos sentimos cómodos con todo lo que lleva la impronta de un corazón. Un susurro en lo más hondo de nuestro subconsciente nos recuerda «el corazón no miente». Esta convicción lo vuelve en un blanco irresistible para la maquinaria comercial. Despojado cada vez más de significado profundo, el corazón se encuentra en la alta moda, en los logotipos de incontables empresas, adornando portadas de libros, en la propaganda política, en la gran pantalla, en nuestras series favoritas y, por supuesto, en las redes sociales. Un corazón representa un mero «me gusta» o una suerte de expresión de la felicidad más fácil, ingenua y despreocupada.
Sin embargo, hay corazones que desentonan en este simplismo. Y para muestra, el Sagrado Corazón de Jesús, una devoción de la Iglesia que puede parecer anticuada y hasta desfasada, pero que encierra una belleza espiritual abrumadora.
En la iconografía tradicional, Jesús aparece señalando o sosteniendo un corazón herido, con una corona de espinas y rodeado de llamas. Puede parecer un objeto extraño en una sociedad que ha simplificado el corazón hasta convertirlo en un mero símbolo del amor más banal. Pero, a lo largo de los siglos, la Iglesia ha encontrado en el Sagrado Corazón una imagen poderosa y conmovedora que trasciende la mera admiración por un objeto físico. No es idolatría al corazón como órgano. Más bien, nos invita a contemplar el misterio de cómo Dios decidió compartir nuestras alegrías, tristezas, triunfos, fracasos, amores y dolores, viviendo en plenitud la experiencia humana.
Ante la simplificación global del corazón, esquilmado de esfuerzo y significado, el Sagrado Corazón nos reta a reflexionar sobre la paradoja del amor verdadero: no se nutre de condiciones como en un contrato, sino que florece a través del sacrificio y la entrega. Esta imagen no disfraza que el amor tarde o temprano conlleva sufrimiento. Quien ama, se da. Y quien ama hasta el final, lo hace hasta las últimas consecuencias. Pero, ¡vaya si merece la pena! Quizás eso es lo que significa la salvación: luchar por un amor capaz de arder en la eternidad. Y eso, sólo Dios puede enseñárnoslo. Este Corazón es un símbolo de un Dios que sigue vivo, dejando latir su divina humanidad entre nosotros.